Hakuin Ekaku, nacido en 1686 en el pueblo de Hara, en el este de Japón (y fallecido en 1769), fue un monje del budismo zen a quien se atribuye la renovación de la escuela “rinzai”, una de las dos principales (la otra es la “soto”) en que se dividió aquélla corriente espiritual en ese país.
Se dice que la escuela rinzai asignaba fundamental importancia a la contemplación de “koanes”, sobre todo en el curso de sus meditaciones, como forma de entrenamiento. ¿Qué es un koan? Una especie de problema que un maestro plantea a un discípulo, y que a primera vista se presenta como absurdo, casi como un juego de palabras. Ese carácter extraño es fundamental, pues para esta tradición por medio del koan se interrumpe el curso del pensamiento racional y se accede a un nivel de conciencia distinto. Algunos hablan de iluminación, otros de intuición. Puede contener una pregunta o no. Puede consistir en un relato muy breve, una oración, un diálogo, incluso una única palabra. Lo que sea, su propósito es generar una reflexión por parte de su destinatario. En función de la respuesta que da el discípulo, el maestro comprueba su grado de avance. Es por ello que un mismo koan puede ser formulado a distintas personas, pero en la unidad que va a formar con la respuesta que cada una de ellas da, configura algo muy concreto y diverso de una a otra. Aún más, la respuesta puede que no sea dada en palabras, sino que se trate de un gesto o una acción. Como sea, es a través de ella que el maestro percibe el nivel de conciencia en el que se encuentra su discípulo.
Se atribuye a Hakuin Ekaku la formulación de un koan que aún hoy es bastante difundido:
“Si uno aplaude con sus manos escucha un sonido en ese instante. ¡Escucha ahora el sonido de una sola mano que aplaude!”
En el relato al que hoy dedicamos este espacio, se cuenta que un samurai, un militar que consagraba su vida a perfeccionarse como guerrero, fue en cierta oportunidad a visitar a Hakuin Ekaku. Una vez ante él, le dijo:
- He venido hasta ti porque tengo algunas preguntas que espero puedas responderme. ¿Existe el infierno¿ ¿Existe el cielo? ¿Dónde están las puertas que llevan a ellos? Quiero saberlo para, así, poder evitar la del infierno y entrar por la del cielo.
Hakuin lo miró y le preguntó:
- ¿Quién eres?
- Soy un samurai –respondió el visitante-. Un samurai, jefe de samurais. Soy un gran guerrero, a quien hasta el propio Emperador respeta.
Hakuin sonrió y le dijo:
- ¿Un samurai, tú? ¿Con esa cara, con ese aspecto? Más pareces un mendigo.
El guerrero, sintiendo que el monje se burlaba de él, se enfureció, desenvainó su espada y la alzó para descargarla sobre el cuello de aquél.
Hakuin, sin dejar de sonreír, dijo:
- Esta es la puerta del infierno. Esta espada en alto, este brazo que tiembla de furia, esta ira, te la están abriendo.
El guerrero, avergonzado, bajó su brazo y envainó su arma.
Hakuin, siempre sonriente, dijo:
- Y esta otra, es la puerta del cielo. Ahora la estás abriendo.
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¿Dónde reside la diferencia fundamental entre los dos momentos, las dos puertas que se mencionan en el relato?
En la conciencia, en el ser consciente de lo que se está experimentando, en el darse cuenta.
Es distinto lo que el samurai hace en uno y otro momento, pero lo sustancialmente distinto no es tanto lo que hace sino desde dónde actúa.
Cuando desenvaina su espada, cegado por la ira, se deja llevar por esta, no decide sino que es más bien “decidido” por su impulso. Más que ser causa, decidir su acción, reacciona, se vuelve efecto de una causa que cree fuera de él. “Cree”, porque en realidad la causa, más que la supuesta burla del monje, es su interpretación personal acerca del sentido hiriente de las palabras de aquél. Al depositar la causa de sus actos en el afuera, al no actuar como causa sino como efecto, no como acción sino como reacción, sin embargo, también está decidiendo. Eso parece ser inevitable. Uno puede creer que deja de elegir y, en esa misma creencia, está realizando una elección. A menudo uno puede creer que no es más que un pequeño juguete en manos del azar, de la voluntad divina, de las acciones de los demás y, con ello, no da entidad real a esas creencias, no las vuelve “verdades objetivas”, sino que más bien lo que materializa es su elección personal de que así sea. Cuando desenvainamos la espada (y cada pensamiento, cada sentimiento, cada palabra y cada conducta pueden ser esa espada), es nuestra mano la que la empuña y, aún antes de que así ocurra, somos nosotros quienes generamos la decisión al respecto. Existen los condicionamientos, las influencias, pero jamás un destino inevitable a quien podamos transferir nuestra responsabilidad en cada elección que tomamos (que tomamos, una vez más, aún cuando resolvamos no tomarla).
La diferencia fundamental entre ambos momentos no es lo que actuamos, sino desde dónde actuamos.
Cuando no somos conscientes, cuando no nos damos cuenta de la posibilidad que tenemos, en el momento, de elegir en direcciones diferentes, nos instalamos en nuestro “piloto automático”, ese lugar no físico desde el cual re-accionamos guiados por el impulso, por la bronca, por los celos, por la envidia, por la escasez, por nuestra necesidad de aprobación, por nuestro miedo. Nuestro piloto automático se asienta en nuestro pasado, en lo que fuimos, y no en lo que somos, en lo que estamos siendo. Nuestro piloto automático se asienta en las creencias que acumulamos, en la imagen que tenemos de nosotros mismos, de nuestros límites y nuestras posibilidades, en las creencias de nuestro contexto acerca de lo que se debe y de lo que no se debe, de lo permitido y lo prohibido, de lo que está bien y de lo que está mal. Nuestro piloto automático, así, nos encierra en callejones a los cuales no vemos salida, porque nuestra mirada ya está entrenada para sólo ver una reducida cantidad de objetos, porque nuestra atención ya está habituada a enfocarse sólo en determinados limitados aspectos.
“Darnos cuenta” implica, de manera diferente, no instalarnos en un lugar rígido desde el cual reiteramos estereotipos, sino adoptar la flexibilidad de ir eligiendo en qué lugar ubicarnos momento a momento. Darnos cuenta reposa en la compleja sencillez de advertir que, cada momento, más allá de su contenido concreto y variable, ofrece la posibilidad de formular una elección que continuamente se renueva. Una elección que puede ser reafirmada en elecciones posteriores, si así lo decidimos, o que puede ser modificada. Una capacidad de elección que, al igual que los hábitos no saludables que mecánicamente reiteramos, también puede ser adiestrada, pero no en el sentido de repetirse invariablemente como aquellos, sino para ser conscientes de que contamos con ella. Dicho de otro modo, podemos entrenarnos para estar alertas, para estar atentos, para estar presentes, para advertir que cada situación, cada persona, cada momento, nos brinda una oportunidad de elegir.
Darnos cuenta implica que no existe ninguna “obligación” de vivir sintiendo que caemos por un precipicio, que el contexto nos excede porque nos exige respuestas urgentes que sólo podemos brindar de manera impulsiva, irreflexiva, decidiendo en función de lo que creemos imperioso aún en contra de lo que nuestro Ser profundo nos indique. Darnos cuenta implica que también podemos atravesar momentos de efectiva caída por el precipicio, de sentirnos abrumados porque nuestra vida parece haber escapado de nuestro ámbito de elección, de afrontar desafíos como si fuesen la última y única oportunidad que nos queda, pero, aún en esos momentos (o sobre todo en ellos), poder acceder a un punto de anclaje en nuestro ser que nos permita experimentar, siquiera por instantes, la certeza de que si hemos arribado a ese lugar, a esa situación, es en mucho consecuencia lógica de las causas previas que hemos aportado, por lo que no se trata de un castigo, sino simplemente de un panorama que como mínimo hemos contribuido a forjar. Y, a partir de esa certeza, lograda no para culparnos sino para hacernos responsables, para adquirir claridad respecto a lo que sea que estemos atravesando, arribar a otra certeza, que es que “eso”, sea lo que sea, también pasará. Que, más allá de cómo nos sintamos en el momento, no estamos ante una única oportunidad ni, mucho menos, ante la última.
A un momento le sucede otro, y en cada uno de ellos hay una puerta.
El darnos cuenta de lo que elegiremos en cualquier situación y qué consecuencias nos traerá esa elección, y si hay una exigencia en en tiempo de elección, dejarnos llevar por los sentimientos, por lo que nos dicta el corazón. Y si actuamos bajo la dirección de nuestro corazón, jamás se abrirá esa puerta que conduce al infierno. Hermoso cuento, profundo analisis en sencillas palabras, gracias, gracias, gracias.
ResponderEliminarGracias querida Vilma! Con tus palabras, queda claro que cielo e infierno no son dimensiones más allá de la vida, sino formas de referirnos a panoramas posibles dentro de ella, que podemos decidir a través del modo en que decidimos vivir. Una excelente guía la que propones, de seguir nuestro corazón. Lo que requiere todo un entrenamiento!! Pablo
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