sábado, 2 de abril de 2011

Un pequeño cuento de Marco Denevi


Catequésis
-El hombre -enseñó el Maestro- es un ser débil.
-Ser débil -propagó el apóstol- es ser un cómplice.
-Ser cómplice -sentenció el Gran Inquisidor- es ser un criminal.
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Imagino al Maestro de esta historia con una expresión amable en su rostro mientras habla. Creo que cuando dice lo que dice, no juzga, sino que comprende, e invita a comprender.
El apóstol, que escucha y propaga desde su lugar personal, que obviamente no es el del Maestro, ya transmite algo diverso. “Cómplice” ya no es lo mismo que “débil”, y el uso habitual de la palabra deja escaso margen de duda al respecto.
El Gran Inquisidor, por último, toma la palabra del apóstol y le asigna un sentido aún más claro en cuanto al desvalor que encierra. 
De algún modo, partiendo del Maestro, hemos llegado a pararnos, por medio de las palabras y de lo que estas transmiten, en la vereda opuesta a lo que quiso significar originariamente aquél.
Si bien todos somos, en distintos momentos, maestros y discípulos, pues en la continua interacción con los demás estamos transmitiendo o recibiendo algún tipo de enseñanza, con prescindencia de lo que nos propongamos al respecto, hay un grado de maestría que va un poco más allá, y al que todos podríamos acceder, si bien la mayoría de nosotros no da el salto de experiencia que conduce a ella. Es la maestría que deriva de hacernos conscientes, de observar con mirada desapasionada, de anclarnos en el amor y de prescindir de todo juicio. Es un punto de enfoque desde el cual el maestro puede ver uno o más caminos de crecimiento, pero comprende cuando alguien escoge, a menudo de manera inconsciente, en automático, un sendero que conduce en dirección opuesta. Cuando actuamos con la lucidez de ese maestro en tal momento, esa elección diferente del otro no nos compromete ni afecta personalmente. Poseemos certeza y seguridad acerca de nosotros mismos, y desde ella podemos no sólo tolerar sino también aceptar la decisión divergente.
Cuando, en cambio, aspiramos a ese camino de maestría, pero no logramos colocarnos desde nuestro Ser en él, no accionamos desde el amor, sino desde el temor. Queremos ser “algo” que no sentimos que somos. Lo diferente nos amenaza, nos desestabiliza, nos asusta. Según como sea nuestro carácter, entre otros factores, será nuestra reacción ante esa amenaza: quizás nos paralicemos, quizás nos enojemos, quizás pretendamos destruir a quien conmueve nuestro modelo. Como no logramos vivir en ese paradigma, no hacemos de él una experiencia vital, un conocimiento, sino una creencia más bien de tipo mental, quizás con mucho énfasis en lo ritual, lo externo. Cuando no vivimos un conocimiento, sino que sostenemos una creencia que nos resulta externa, podemos caer en el estereotipo o, lo que es peor, en el fanatismo de los conversos, en ser “más papistas que el papa”. Fenómeno que, bien mirado, no es llamativo, pues cuando uno no siente que “es”, puede verse compelido a tener que “aparentar que es”, y como no tiene el parámetro del Ser como medida, puede terminar exagerando en lo que aparenta. He allí, la trágica y a la vez triste caricatura en que terminan convertidos los Grandes Inquisidores.

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