viernes, 27 de enero de 2012

Un pequeño cuento con vacas


Las nueve vacas (anónimo)
Dos amigos inseparables consiguieron trabajo como marineros en un buque carguero, con el propósito de cumplir su sueño compartido de  recorrer el mundo. Durante las largas travesías, aguardaban expectantes la llegada a cada puerto para bajar a tierra, encontrarse con mujeres, beber y divertirse.
 En cierta ocasión arriban a una isla perdida en el Pacífico, desembarcan y se van al  pueblo para aprovechar las pocas horas que van a permanecer en tierra.
 En el camino se cruzan con una mujer que está arrodillada en la orilla de un pequeño arroyo lavando ropa.
Uno de ellos se detiene y le dice al otro que lo espere, que quiere conocer y conversar con esa mujer. El amigo, al verla y notar que esa mujer no es bonita, le dice que para qué, si en el pueblo seguramente van a encontrar chicas más lindas y divertidas que esa.
Sin embargo, sin escucharlo, el primero se acerca a la mujer y comienza  a hablarle y preguntarle sobre su vida y sus costumbres.
Le pregunta cómo se llama,  qué es lo que hace, cuántos años tiene, si puede acompañarlo a caminar por la isla…
La mujer escucha cada pregunta sin responder ni dejar de lavar la ropa, hasta que finalmente le dice al hombre que las costumbres de su pueblo prohíben a toda mujer soltera hablar con un hombre, salvo que éste manifieste la intención de casarse con ella. Aún en ese caso, el pretendiente debe hablar primero con su padre, que es además el jefe de la comunidad.
El hombre la mira y le dice:
- Está bien. Llévame ante tu padre. Quiero casarme contigo.
El amigo, cuando escucha esto, no lo puede creer. Piensa que es una broma, un truco de su amigo para entablar relación con esa mujer. Y le dice:
- ¿Para qué tanto lío? Debe haber cantidad de mujeres más lindas en el pueblo. ¿Para qué tomarte tanto trabajo?
El hombre le responde:
- No es una broma. Me quiero casar con ella. Quiero ver a su padre para pedir su mano.
Su amigo, más sorprendido aún, insiste:
- ¿Estás loco? ¿Qué le viste? ¿Qué te pasó? ¿Estás borracho? Quizás el sol de alta mar te hizo daño.
Pero el hombre, como si no escuchase a su amigo, sigue a la mujer hasta el encuentro con el jefe de la aldea.
El hombre le explica que había llegado recién a la isla, y que viene a manifestarle su interés de casarse con una de sus hijas. El jefe de la tribu lo escucha y le dice que en esa comunidad la costumbre es pagar una dote por la mujer que se elige para casarse.
Le explica que tiene varias hijas, y que el valor de la dote varía según las bondades de cada una de ellas: por las más hermosas y jóvenes se debe pagar el precio de nueve vacas; las hay no tan hermosas y jóvenes, pero excelentes cuidando niños, y esas cuestan ocho vacas. Tiene más hijas, y el valor de la dote va disminuyendo según ellas tienen menos virtudes.
El visitante le explica que entre sus hijas ya ha elegido a una que vio lavando ropa en un arroyo, y el jefe le dice que esa mujer, por no ser agraciada ni joven, le costaría tres 3 vacas.
- Está bien –responde el hombre-, me quedo con la mujer que elegí y pago por ella el precio de nueve vacas.
El padre de la mujer, al escucharlo, le dice:
- Usted no entiende. La mujer que eligió cuesta tres vacas. Son mis hijas más bellas y jóvenes las que cuestan  nueve vacas.
- Entiendo muy bien –responde el hombre-, y me quedo con la mujer que elegí y pago por ella nueve vacas.
Ante la insistencia del hombre, el padre, pensando que siempre aparece un loco, acepta, y de inmediato comienzan los preparativos para la boda, que ha de realizarse lo antes posible a pedido del forastero.
El amigo de este no puede creer lo que oye al enterarse de la historia. Piensa que el hombre ha enloquecido de repente, que se ha enfermado, que se ha contagiado de alguna extraña fiebre tropical. No acepta que una amistad de tantos años se termine en unas pocas horas, pues así entiende que ocurrirá cuando él se marche en el barco y su compañero se quede en esa islita perdida.
Finalmente, la ceremonia se realiza, el hombre se casa con la mujer elegida, su amigo es testigo de la boda y a la mañana siguiente éste parte en el carguero, desde cuya cubierta saluda al borde de las lágrimas a su amigo de toda la vida, que agita su mano derecha desde la orilla.
El tiempo pasa, el hombre en el barco continúa recorriendo mares y puertos, y siempre recuerda a su amigo y se pregunta qué será de su vida.

Un día, el itinerario de un viaje lo lleva al mismo puerto donde años atrás se ha despedido de su entrañable. Se siente ansioso por saber de él, por verlo, abrazarlo, conversar y saber de su vida.
Así, en cuanto el barco amarra, salta al muelle y comienza a caminar apurado hacia el pueblo, mientras piensa dónde estará su amigo, si seguirá en la isla, si se habrá acostumbrado a esa vida o tal vez se habrá ido en otro barco.

Rumbo al pueblo, se cruza con un grupo numeroso de personas que viene caminando en sentido contrario a él por la playa, en un espectáculo magnífico.
Entre todos, llevan en alto, sentada en algo similar a un trono, a una mujer bellísima. Los caminantes cantan hermosas canciones y obsequian flores a la mujer, quien a su vez les arroja pétalos y guirnaldas.
El caminante se detiene y lo observa todo, admirado por la belleza del espectáculo y, sobre todo, de la mujer. Sólo reanuda su marcha cuando el cortejo se pierde de vista en la lejanía.
A poco de andar, encuentra a su amiga. Se saludan y abrazan de modo interminable, llenos de emoción y alegría.
El viajero comienza a hacer preguntas casi sin detenerse a respirar entre una y otra:
- ¿Cómo te fue? ¿Te acostumbraste a vivir aquí? ¿Te gusta esta vida? ¿No quieres volver?
Hace una pausa, y al fin se atreve a preguntarle:
- ¿Y… cómo está tu esposa?
Sonriendo, su amigo le responde:
- Muy bien, espléndida. Es más, supongo que por la dirección desde la cual te vi llegar, tienes que haberte cruzado con ella en tu camino. Era llevada en andas por la playa por un grupo de amigos que celebra su cumpleaños. ¿No viste el cortejo?
El visitante, al escuchar esto, recuerda a la mujer insignificante con la que años atrás se casó su amigo, y tras un silencio incómodo se atreve a preguntarle:
- ¿Te separaste? Vi el cortejo, y a la mujer, pero quizás no recuerdes que estuve en tu boda y esa no es la misma con la que te casaste.
Su amigo suelta una carcajada, y responde:
- Mi memoria es excelente, no me separé ni me casé en segundas nupcias, y sí, la que te cruzaste ahora es la misma mujer con la que me viste casarme.
- ¡No puede ser! –exclama el otro hombre, que no puede ocultar su desconcierto pese a que con sus palabras cometa una imprudencia-. Esta mujer es increíblemente hermosa, femenina, sensual, simpática… ¿Cómo va a ser la misma? ¿Ha ocurrido algún milagro para transformarla de ese modo?
Sin dejar de reír, su amigo le dice:
- Algunos lo llamarían de esa manera, pero en realidad lo que sucedió es algo muy simple. Cuando solicité su mano, su padre me pidió como dote el equivalente al precio de tres vacas por ella. Hasta entonces, ella creía que eso era lo que valía: tres vacas. Pero yo pagué por ella el precio de nueve vacas, incluso tuve que insistir para que su padre lo recibiera, pues creía que yo estaba loco. Luego la traté y consideré siempre como una mujer cuyo valor era el de nueve vacas. La amé como a una mujer cuya dote era de nueve vacas. Y ella… ¡sencillamente se transformó en una mujer de valor equivalente al de nueve vacas!
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Una perspectiva de género
Desde cierto punto de vista, este relato refleja una cultura patriarcal en la cual la mujer no puede ni siquiera hablar si no media la previa intervención de su padre, cuyo poder llega al punto de fijar el precio de aquella y concertar su matrimonio.
Luego la mujer se transforma positivamente, en función de cuánto la valora su marido.
Y el signo que permite advertir esa “evolución” es la estética exterior de la muchacha.
Quizás nos produzca cierto rechazo esta historia, y quizás nos imaginemos que se trata de un pueblo viviendo en un tiempo remoto o en una geografía lejana (como enfatiza el propio texto en un par de ocasiones).  Pero si avanzamos más allá de ese rechazo inicial, adoptando lo que hoy suele llamarse una “perspectiva de género” es posible que advirtamos que mucho de lo que nos genera esa repulsa, se halla presente también en nuestras sociedades contemporáneas, donde no obstante los grandes avances del género femenino, aún subsisten la mayoría de las características centrales de esta narración: necesidad de permiso y aprobación masculina, énfasis en la belleza exterior, consideración como mercancía, establecimiento de un precio, etc.
Una perspectiva de especie
Pero si expandimos la mirada, quizás veamos que este relato no sólo nos habla sobre la condición del género femenino, sino de toda la especie humana, sujeta a limitaciones y condicionantes presentes en nuestra vida cotidiana.
En el lugar del “padre” de esta historia podemos situar a todos los mandatos y creencias que nos dicen lo que podemos o no podemos hacer, lo que está bien y lo que está mal, lo que “deberíamos” o “no deberíamos” hacer (o sentir, pensar, o decir). Esos mandatos y creencias son los que, en definitiva, nos conceden o niegan “permisos” para vivir de tal o cual manera.
En el rol del esposo que valora podemos ubicar a la mirada de los demás, cuya aprobación buscamos para sentirnos reconocidos y valiosos.
Y en cuanto a la belleza exterior de la muchacha, si lo que nos resulta decisivo es el juicio ajeno, es probable que nos movamos en el ámbito de lo que es más visible para los otros. Y lo que está más a la vista de los demás, suele ser más bien el continente, la fachada, que el contenido.
Es así como, en vez de escuchar nuestra voz interna, que guiada por el amor apunta a manifestar en nuestras vidas paz, felicidad, serenidad, confianza, a menudo nos inclinamos a movernos en planos superficiales, en los que obedeciendo a lo que “debemos” hacer, nos consagramos a “tener” para “mostrar”, como medio para obtener, en devolución, una mirada que nos apruebe.
 Quizás, cuando vivimos en esos marcos, no sea extraño que la existencia sea percibida como una lucha con ganadores y perdedores, y que aún cuando recibamos la ansiada aprobación externa, lo que experimentemos sea un enorme vacío.
Tal vez estemos fuertemente condicionados a reproducir esos modos de vivir, pues la mayoría de los sistemas educativos (formales y no formales) a menudo están orientados en esa dirección. Pero no estamos determinados ni obligados de modo inexorable a que así sea, y podemos reemplazar los “círculos viciosos” por otros senderos “virtuosos”.
Acceder a la perspectiva de que otros modos de vivir, más satisfactorios, son posibles, implica un ejercicio personal de compromiso consciente con nuestro propio cambio. Mirar más allá de los límites que solemos tomar por infranqueables, puede aportarnos la maravilla de contemplar otros paisajes, de expandir nuestros horizontes.
La perspectiva de la confianza
En otra lectura de esta narración, que se complemente con la que acabamos de realizar, ella puede hablarnos de la importancia de la “confianza”.
La muchacha, al comienzo de la historia, tiene bloqueado su propio discernimiento, y a gusto o a disgusto acepta las reglas que le imponen callar, someterse a la voluntad paterna, ser “dada” en matrimonio, etc.
Pero aparece un elemento ajeno al sistema que determina esas reglas, personificado en la figura del viajero, que aunque parece jugar de acuerdo a las normas establecidas, las lleva al límite cuando, mediante lo que paga, deja de hablar de “precio” para referirse al “valor” de la mujer.
Es allí cuando podemos ingresar a la dimensión de la “confianza”. Y es así si consideramos que este hombre no posee una mirada aprobatoria “constitutiva” de la muchacha, es decir, si no se trata de que su mirada otorgue reconocimiento a quien de otro modo permanecería siendo insignificante, sino a que su mirada es simplemente “alentadora”. Dicho de otro modo, él “apuesta” al potencial de la joven que, liberado, puede llegar a ser todo lo que ella decida que sea. Esa apuesta es la “confianza”, que más que apuesta librada al azar, es una certeza, que no se desmerece ni siquiera aunque el otro en quien se confía no decida manifestar su potencial.
Veámoslo a través de tres variaciones de un mismo ejemplo:
a) C “ama” a su hijo/a M. Movido por ese “amor”, quiere que M se desarrolle en cierta profesión, sea heterosexual, entable una relación afectiva con alguien que pertenezca a determinado “círculo social”, tenga hijos, etc. En la medida en que M cumpla con esas expectativas, todo irá de maravillas, al menos en el sentido de que C verá satisfechas sus ilusiones y M estará haciendo lo que “debe”. Quizás sea mejor no preguntar demasiado acerca de cómo se siente M al realizar cada elección, o a través de cada etapa de su vida, pero eso es secundario. Pues este es el ámbito de las “relaciones-fachada”: observadas desde fuera, todo luce espléndido, todo está en su lugar, todo es como debe ser.
b) En una variante posible, M decide rebelarse y elegir distinto a lo que C espera de él/ella. En algún punto, M “rompe el corazón” de C, al defraudar sus expectativas. Y esto ocurre no sólo porque C no ve satisfechas sus ilusiones, sino porque, de ese modo, C está “seguro/a” de que M será infeliz. Es obvio que C no es un malvado de historieta que quiere imponer sus criterios a M para que éste lo pase mal, sino que sinceramente cree que de ese modo contribuye a su bienestar.
M sufre, porque se ve en la encrucijada de tener que realizar una elección que o bien va en contra de lo que siente, o bien lo/a enfrenta con lo que los mandatos le dicen que “debería” hacer. C también sufre, porque M o bien le rompe el corazón, o acata y calla, pero aún en este supuesto la relación ya no será la misma de antes, algo se habrá rajado en ella.
c) En otra perspectiva, C ve en M un libro con sus páginas en blanco. Sabe que M cuenta con la posibilidad de desarrollarse en cualquier sentido que elija, y hasta el grado en que así lo decida. Quizás le gustaría que ciertos aspectos vayan en determinada dirección, pero sabe que eso es decisión exclusiva de M. C apoya a M en que crea en ese potencial que posee, pero no influye deliberadamente hacia dónde “debe” encaminar ese potencial. Su rol es ayudarle, guiarle, formarle como ser consciente de su capacidad de elegir, pero no conducirle a un punto prefijado de antemano. Es algo así como decirle: “Sé que puedes ser lo que quieras ser. Sé que puedes ir más allá de cualquier estado de limitación que puedas sentir temporalmente, en cualquier ámbito de tu vida. No sólo lo creo. Lo sé. Pero para que así sea, son tus propios pies los únicos que pueden dar los pasos necesarios. Si lo haces o no, es tu decisión. Cuentas con mi apoyo, tanto si eliges hacerlo como si no. Es tu vida, y si bien aspiro a que seas feliz, nadie más que tú puede vivirla. Sea del modo en que lo decidas, siempre tendrás mi amor contigo”.

Obviamente, las tres variantes del ejemplo son, de algún modo, “estereotipos”. Difícilmente en nuestra realidad alguien se conduzca de una manera que encaje perfecta y exclusivamente en sólo uno de ellos. Son ejemplos demasiado puros o extremos. Pero sí pueden servirnos para ver qué tipo de mirada prevalece en nuestras vidas. Para interrogarnos acerca de cuánto confiamos en nosotros mismos y cuánto buscamos la mirada ajena que nos apruebe, y cuánto confiamos en los demás y cuánto nos comportamos como sus jueces.
Quizás ese sea uno de los sentidos profundos de la frase que dice que “los otros son nuestros espejos”. Quizás ella apunte a que nuestras relaciones nos devuelven la mirada que tenemos sobre ellas; y toda mirada sobre una relación incluye al menos tres elementos: a nosotros, al otro, y al vínculo entre ambos.
Cada vez que posamos nuestros ojos sobre esos tres elementos, podemos elegir hacerlo desde la confianza que nace del amor, o bien buscando sustitutos que nos conducen a llenarnos de ilusiones, des-ilusiones, exigencias, reproches y culpas.
Cuando uno confía en sí mismo, en el otro, y en el vínculo entre ambos, esa relación puede parir sueños. Cuando no es así, apenas pueden generarse ilusiones, que más tarde o más temprano, al deshacerse contra la realidad, se fragmentarán en dolorosos trozos de resignación, acostumbramiento, amargura, ira, resentimiento, etc.

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