lunes, 21 de noviembre de 2011

Un pequeño cuento de William W. JACOBS


La pata de mono
I
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento... -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
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Este relato del escritor inglés William Wymark JACOBS es considerado uno de los mejores cuentos de terror de la historia. No está ausente de ninguna buena antología en la materia.
Quizás te resulte llamativo encontrarlo en este espacio. Sin embargo, creo que ilustra de manera magnífica algunos aspectos de importancia para quienes pretendemos vivir de modo un poco más consciente cada día. Demos un vistazo.

La pata de mono
La pata de mono es un amuleto, un talismán.
¿Y qué es un amuleto o un talismán? Un objeto, externo a nosotros, que creemos que tiene el poder de cumplir nuestros deseos o protegernos de un mal. Un elemento externo que resuelve problemas.
Quizás pensemos, con una sonrisa divertida, en la lámpara de Aladino. O en tantos otros objetos que, a lo largo de siglos, la literatura ha empleado para garantizar el cumplimiento de los deseos de incontables héroes y heroínas, o salvaguardarlos de sufrir daños. Y estaremos en lo cierto.
Pero lo que quizás no nos resulte igual de evidente sea la cantidad de amuletos que, aún hoy, continuamos utilizando en nuestras vidas cotidianas.
Son amuletos el hilo rojo con que nos protegemos del mal de ojo, la pulsera de igual color que nos pone a salvo de la envidia ajena, la estampita del santo cuya intercesión pedimos para obtener gracias, la prenda de vestir que usamos en cierta ocasión en que nos fue bien y que volvemos a emplear cada vez que deseamos tener “suerte”…
Son objetos en los que depositamos nuestra fe, porque obviamente no la tenemos, al menos en el mismo grado, en nosotros mismo.
Pero también son amuletos la motocicleta que nos compramos para conquistar una pareja, el automóvil que nos procura respeto, el empleo que nos garantiza reconocimiento social, la membresía de un club que nos otorga una cierta identidad, un título universitario que nos permite acceder a ciertas posiciones, etc.
Pues el amuleto a menudo es un objeto, pero también puede ser una situación, un cierto contexto de circunstancias vitales, que creemos necesario que sea así, y no de otro modo, para alcanzar algo que anhelamos. Graduarnos de una cierta carrera universitaria, que en principio es un intangible, se cosifica en la medida en que más que la formación humanista con una cierta vocación de universalidad, es considerado el pasaporte único para acceder a un cierto empleo que, a su vez, nos procurará otros bienes que deseamos.
El amuleto necesita de nuestra falta de confianza en nosotros mismos, y de nuestro miedo. Miedo a sufrir un mal, miedo a no tener un bien.

Los deseos
Si el amuleto nos procura un bien o nos protege de un mal, significa que, más allá de la enorme importancia que le asignemos, es un medio para hacernos con lo que deseamos, o evitar lo que no deseamos.
Este relato ilustra bastante bien este aspecto.
El militar que trae la pata de mono al hogar de los White cuenta que el primer hombre que tuvo el talismán tuvo como último deseo su propia muerte, y da a entender que su experiencia personal tampoco fue satisfactoria, al punto que decide arrojarla al fuego para que no cause más desgracias.
A partir de allí, ¿cómo son los tres deseos que formula el Señor White?
El primero es formulado casi a la ligera, pues luego de afirmar que ya cuenta con todo lo que desea, hace suya la sugerencia que le hace su hijo. Cuando formulamos deseos a la ligera, movidos por impulso, solemos pasar por alto el complejo entramado de consecuencias que puede desencadenarse a partir de ellos. Todo deseo puede ser cumplido de diversas maneras y, como le ocurre al Sr. White, a veces los nuestros se cumplen del pero de los modos posibles. Como le ocurre al Sr. White, a menudo experimentamos que, si bien no todos los deseos tienen valor, casi todos implican el pago de un cierto precio. Precio que con frecuencia acarrea un sufrimiento que supera el bienestar que creemos experimentaremos al ver cumplido nuestro deseo. Bienestar que a menudo brilla por su ausencia, pues muchos de nuestros deseos cumplidos sólo nos producen una sensación de vacío.
El segundo deseo es promovido por la esposa del Sr. White. Nace de la desesperación. Se representa las consecuencias, pero las minimiza en vista de esa desesperación. Es lo que nos ocurre cuando experimentamos un problema para el cual vemos una única salida. No es extraño que advirtamos los inconvenientes que nos deparará esa única supuesta solución, pero en un golpe de voluntarismo, los minimizamos diciendo “ya nos arreglaremos”. Nos sentimos tan mal, que acogemos esa solución que sabemos insatisfactoria, pero que esperamos sea menos dolorosa que la situación de la que queremos huir. Pues eso es lo que hacemos cuando nos mueve la desesperación: intentar huir. Es lo que ocurre cuando alguien se casa para huir del hogar de origen o de la pobreza, cuando se involucra en un empleo porque no ve otra alternativa, cuando se aísla de sus amistades porque a alguien más le incomodan, cuando acepta callarse para evitar represalias, etc. El Sr. White ve lo terrible del deseo que le pide su esposa, intenta disuadirla, pero al no lograrlo, accede y formula el deseo. Es lo que nos ocurre cuando, contradiciendo lo que experimentamos como nuestra verdad personal, nos avenimos a actuar para satisfacer los deseos de alguien más. No son nuestros deseos, de modo que lo que hacemos, lo hacemos de manera resignada. Y cuando actuamos de manera resignada, sin poner en ello nuestro compromiso personal, sabiendo que el resultado no será satisfactorio… el resultado no es satisfactorio.
El tercer deseo, que en el relato no se especifica pero resulta obvio, puede inspirarse en dos cuestiones bien diferentes. Por una parte, puede originarse en el miedo o en la culpa del Sr. White. El miedo a que su hijo muerte ingrese en la casa, y a vaya a saber qué serie de catástrofes que pueda seguir a ese hecho. La culpa por haber deseado de un modo que provocó la muerte de su hijo, por haber puesto a su esposa en un estado de desesperación. Cuando actuamos movidos por el miedo o la culpa, no estamos seguros de cómo van a resultar las cosas. A veces acertamos, con mayor frecuencia no lo hacemos. El Sr. White tiene miedo, pero no desesperación, porque sabiendo que los dos deseos anteriores se cumplieron, el tercero probablemente también. Por otra parte, puede originarse en una asunción por parte del Sr. White de la responsabilidad por lo que, aunque sea por ignorancia de las consecuencias en el primer deseo, por compasión o resignación en el segundo, ha puesto en marcha. El Sr. White se hace cargo del paisaje actual de su vida, y destina el tercer deseo a restituir las cosas al mayor equilibrio que le es posible tener en este momento. Cuando podemos superar la culpa que nos inmoviliza, y asumimos responsabilidad, comenzamos a movernos en una dirección que, aunque en principio sea de sabor amargo, en algún momento nos pondrá cara a cara con nuestro poder de generar situaciones vitales satisfactorias. Cuando nos hacemos cargo, y advertimos que tenemos bastante que ver con mucho de lo que no queremos en nuestras vidas, podemos aprender de los “errores”, reparar viejas heridas, e iniciar el camino hacia lo que de manera consciente elegimos experimentar.
Quizás algunas de estas elecciones impliquen también un precio, pero todas, conllevan un valor.

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4 comentarios:

  1. Qué bueno el cuento, Pablo y mucho mejor tu reflexión.

    Me viene " a pelo"; tengo una nueva amiga a la que he descubierto que es muuy ansiosa y que acrecienta esta forma de ser yendo a adivinos a que le lean la suerte.

    Que terrible me resulta ver como aumenta sus miedos creyendo las "verdades" que le dicen y que muchas son evidentes y cuando le aconsejan sobre sus relaciones familiares tortuosas, gente que no tiene la preparación y mucho menos sentido común.

    No sabe que mejorar su vida, esta sólo en sus manos; mirar para adentro, reflexionar sobre sus actitudes, mucha labor para hacer, pero sólo es de ella, sus suerte no está en manos de otros.

    Como dices tu: hacerse cargo y emprender el camino, pero de manera consciente hacia lo que quiere experimentar.

    Un saludo afectuoso y gracias otra vez.

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  2. Gracias Ani por tu compáñía y por tu siempre enriquecedora mirada. Qué bueno el ejemplo que das, y a cuántos "adivinos", en los más diversos campos, acudimos para que nos digan lo que "debemos" hacer. Creo que buscamos "opinólogos", a veces para que nos pinten un futuro de ensueño, y a veces para que nos confirmen en la imposibilidad que sentimos (cuando vamos a buscar el "consejo" de quien ya sabemos que nos dirá "no lo hagas", "no se puede", etc.). En uno u o en otro caso, o bien se da aquello de la profecía autocumplida, o con el tiempo nos olvidamos y se nos pasa por alto el fallo del supuesto "experto". Maravilloso tu aporte Ani, un enorme abrazo! pablo

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  3. hola, me gusto el cuento, peromucho mas tu analisis( lo puedo llamar asi), ayuda a ver mejor nuestras desiciones! gracias por compartir!! un abrazo!

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  4. Buenísimo el cuento y como siempre tu analisis de las situciones, exelente!!! Gracias, que agradable es poder leerte!!!!

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