miércoles, 21 de diciembre de 2011

Una interesante perspectiva sobre Jesús



En su libro “Jesús”, el escritor francés Jacques Duquesne (la versión en español con que cuento es de Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, junio de 1997), se propone hacer un relato cronológico de la vida de Jesús, con el objetivo de establecer lo histórico, indicar lo posteriormente agregado y apuntar al centro del mensaje que el personaje estudiado transmitió.
Si bien la totalidad del libro es una lectura muy recomendable, hay dos fragmentos (ambos del Capítulo 9, “El mensaje”) que me parecen particularmente dignos de ser compartidos, por ser generadores de reflexiones muy vinculadas a este tiempo cercano a la celebración de Navidad. Los reproduzco textualmente, y luego señalo algunos puntos que para mi lectura resultan intensos.
a) Fragmento Nro. 1
“Pasemos a hora a lo esencial. ¿Qué dice Jesús por medio de parábolas o en discursos como el sermón de la montaña (las bienaventuranzas)?
Anuncia una nueva sociedad. Y más aún: un mundo nuevo.
… Y hete aquí que Jesús anunciaba: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca. ¡Convertíos!” (Marcos 1, 15). Se trata, por cierto, de una fórmula que, dicho sea de paso, generaciones de predicadores iban a aprovechar para culpabilizar a sus ovejas, sin saber que “convertirse”, según la verdadera traducción de la palabra griega del Evangelio, no es “cubrirse de cenizas la cabeza”, sino cambiar de idea, de actitud, para adoptar un nuevo tipo de vida. Y Jesús va aún más lejos: afirma que el reino de Dios ya está allí.
¿Cómo que está allí? ¡Pero si continúa reinando la injusticia, los pobres siguen oprimidos, los humildes sin apoyo, y resuenan las botas del ocupante romano en las calles de Jerusalén y en los caminos de Judea! Es comprensible que los auditores de Jesús se sintieran desorientados, molestos. Un reino es, para ellos, como lo es para la mayoría de nuestros contemporáneos, un territorio o un Estado gobernado por un rey. Y en este caso no por cualquier rey: por Dios. Pero Jesús precisa: “El reino de Dios viene sin dejarse sentir (…) Ya está entre vosotros” (Lucas 17, 20-21). Y también: “El que no recibe el reino de Dios como niño no entrará en él” (Marcos 10, 15). Esas afirmaciones no se pueden aplicar, es obvio, a un Estado o a un territorio. No tienen relación alguna con la política o el poder; tampoco con un rey de Israel cuyo dominio se extendería “de uno a otro mar” y ante el cual se prosternarían los demás soberanos.
¿Y entonces? Primer elemento, fundamental, de respuesta: el reino de Dios está allí porque Jesús ha venido. “Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo conquistan”, dice Jesús, según Mateo (Mateo 11, 12). Esta alusión a los “violentos” ha suscitado diversas interpretaciones y traducciones, pero manifiesta, en cualquier caso, la presencia del Reino.
Segundo elemento de respuesta: el Reino de Dios, la nueva sociedad, existe, pero no está terminado. Es una historia en desarrollo. “El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo” (Mateo 13, 33). O también “Es semejante a un grano de mostaza que un hombre tomó y puso en su huerto, y creció hasta hacerse árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas” (Lucas 13, 18-19). La nueva sociedad debe formarse entre los hombres y crecer entre los hombres. Por esto, cuando sus compañeros le piden “enséñanos a orar” y él les enseña el Padre Nuestro –en dos versiones ligeramente distintas en Mateo y Lucas, los dos que lo evocan (Mateo 6, 7-14 y Lucas 11, 1-4)-, les hace pedir a Dios, al Padre, “que venga tu reino”. El comenzó el trabajo, inauguró el tiempo de la salvación, pero los hombres deben continuar, con él, la construcción del Reino. Con este fin reclutó Jesús a los Doce y a otros discípulos, con este fin puso en marcha su movimiento y pide “convertirse”, es decir, no golpearse el pecho ni azotarse ni considerarse siempre culpable, sino cambiar el modo de vida.
¿Cómo? Jugándose por el corazón, siempre. En esta nueva sociedad hay que entregarse por completo. Hacerlo todo por amor. Verdaderamente todo, sin límites. Esto se exige de los hijos de Dios. Y si lo hacen sólo habrán cumplido el mínimo, sencillamente el deber: “De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer” (Lucas 17, 10).
Y aún más: no basta compartir el amor entre los miembros de la nueva sociedad; se le debe a todos, incluso a los que la ignoran, no quieren ingresar en ella y hasta la rechazan. El doctor Freud ha observado que en grupos humanos en que reina una verdadera armonía, en que cada uno ama a todos los demás, se descarga al exterior el exceso de agresividad que no consigue expresarse en el interior: “No es posible”, escribe, “suscitar sentimientos de amor recíproco en un grupo humano de alguna importancia, a menos que queden otros grupos en el exterior y permitan que se exprese la agresividad”. La ley de la nueva sociedad va mucho más allá. Hay que amar a todo el mundo. El habitante de Judea debe amar al samaritano, su enemigo de siempre, inveterado. Y el de Samaría, amar al de Judea. Y no sólo abrigando buenos y amables sentimientos: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltraten” (Lucas 6, 27-28).
Duro programa. Otros habían dicho antes que Jesús que los hombres se deben amar; los rabinos lo repetían. El mismo, interrogado por fariseos hambrientos de aclaraciones y que querían conocer el mayor de los mandamientos, citó en primer lugar el Deuteronomio: “Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Deuteronomio6, 5). Y luego otro texto bíblico, el Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19, 18). Pero nadie iba tan lejos. “El mandamiento del amor a los enemigos es propiedad exclusiva de Jesús”, ha escrito David Flusser, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Y, más adelante: “Jesús estaba (…) sin duda muy cerca de esos fariseos de la escuela de Hillel que, más que temer a Dios, le amaban. Pero Jesús iba más lejos en el camino que ellos habían preparado. Únicamente él predicó el amor sin condiciones, especialmente el amor al enemigo y al pecador. Y no se trataba de un amor sentimental””. (Páginas 158 a 162)

b) Fragmento Nro. 2
“Atención: Dios no está sobre todos los césares y todos los reyes porque sea más César que ellos, porque tenga los mismos poderes que ellos pero en mayor cantidad. Jesús, precisamente, quiso denunciar esta visión de un Dios más poderoso que los poderosos en tanto dotado de poderes mágicos. Pero esta visión florece y vuelve a florecer constantemente en el curso de los siglos, incluso entre quienes se consideran sus discípulos.
El Dios verdadero que Jesús anuncia es, por el contrario, el Padre de la parábola del hijo pródigo Lucas 15, 11-32). Uno de sus hijos se marcha, aprovechando su libertad. Esto es comprensible si Dios exige –como pretendían entonces algunos de sus intérpretes (que hoy tienen herederos)- que se respeten centenares de prescripciones y mandamientos y centenares de comentarios y deducciones de esas prescripciones y mandamientos. Ser hombre es escapar de tal padre. Pero el hijo, cuando regresa, desengañado y sin dinero, sigue sin comprender quién es verdaderamente su Padre: sigue creyendo que hay que apaciguar su resentimiento convirtiéndose en su sirviente. El otro hijo tampoco ha comprendido: piensa que su Padre debería recompensarle y castigar al infiel. Y el Padre abraza al primero y consuela al segundo; hagamos una fiesta, le dice, porque tu hermano ha vuelto…
Este Dios no tiene relación alguna con la presentación que de él hace determinado cristianismo y que se puede resumir de este modo: en un comienzo, Dios había confiado en los hombres; pero los primeros abusaron de esta confianza y ése fue el pecado original; Dios, furioso, les castigó y también a su descendencia; hacía falta un sacrificio para reconciliar a la humanidad con El; como era muy bueno, Dios decidió sacrificar a su propio hijo, es decir a otro El mismo; Jesús vino entonces a “borrar la mancha original” y a apaciguar con su sacrificio la cólera de su Padre; así lo repiten, con variantes, infinidad de manuales y sermones.
La enseñanza de Jesús se sitúa exactamente en el costado opuesto. En ningún momento habló de pecado original. Todo lo que dijo es contrario a la idea de una culpabilidad colectiva que caería en cascada de generación en generación.
En ningún momento presenta la expiación de los pecados como la condición para entrar en la nueva sociedad, en el Reino. Por el contrario, porque se entra en el Reino se lavan los pecados. Lo que no significa que Jesús subestime su importancia: las normas de la nueva sociedad, lo hemos visto, son muy exigentes.
En ningún momento Jesús presentó a Dios como un contador que inscribiría en un gran registro o en la memoria de un supercomputador las faltas de cada uno, considerándolas como una serie de deudas ante la Ley. A los ojos de Dios importa, como lo muestran todas las parábolas, que cada uno es lo que ha hecho de sí mismo.
En ningún momento dijo Jesús que debía morir para “rescatar” los pecados de los hombres. Eso significaría que un Dios que exige, por boca de su hijo, perdonar “setenta veces siete”, es decir siempre, sería, El mismo, incapaz de hacer otro tanto. Significaría, también, que el Padre del hijo pródigo desearía la muerte de un hijo inocente, o a ello se resignaría en virtud de no sé qué norma o fatalidad. Lo que carecería por completo de sentido.
Jesús, en cambio, llamó a la alegría y a la renovación de la Alianza entre Dios y los hombres.
Los llamados a la alegría son múltiples en el Evangelio: “El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo” (Mateo 22, 2). “Para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino” (Lucas 22, 30). “Regocijaos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido” (Lucas 15, 9). “El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, lo vuelve a esconder y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel” (Mateo 13, 44). Y así.
En el texto de Mateo se encuentra, por cierto, esta frase de Jesús: “Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Pero esta frase se encuentra en un conjunto en que Jesús anuncia su Pasión, “comienza a manifestar a sus discípulos” que debe ir a Jerusalén, sufrir mucho allí, ser condenado a muerte y “resucitar al tercer día” (Mateo 16, 21-24). Muchos especialistas estiman que una predicción tan precisa es un agregado. La alusión al tercer día y la mención de la cruz habrían sido puestas en boca de Jesús con posterioridad, por alguien que conocía la continuación de su historia. Cuesta imaginar, por otra parte, que Jesús, que no sintió la cruz sobre sus hombros hasta el día de su muerte, haya pedido a sus futuros discípulos que la cargaran voluntariamente antes de que sobrevinieran las pruebas.
Es verdad que Jesús dice, en el mismo Evangelio de Mateo, “tomad sobre vosotros mi yugo”, pero agrega de inmediato: “mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mateo 11, 30). Y Jean-Paul Roux, historiador, explica: “Ese instrumento se convirtió en símbolo de servidumbre (el ‘yugo romano’), pero, en su origen, sólo expresaba la reintegración a la sociedad”.
El yugo sería entonces otra señal de la renovada Alianza, una alianza de la que Jesús volverá a hablar en la Última Cena: “Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre” (Lucas 22, 20), alianza entre Dios y los hombres para completar la Creación. Porque el mundo no fue creado de una vez para siempre. El Génesis, a su modo, relata la historia de la Creación como una serie de intervenciones divinas para reducir el caos inicial y establecer un mundo habitable por el hombre. Después, dice el Génesis, Dios cesó de crear. El “séptimo día”. Desde la “víspera” tiene un socio, el hombre. Con él prosigue el trabajo, la lucha contra el mal. Es la primera Alianza, la del creador y toda la humanidad para terminar este mundo, alianza que Jesús vino a renovar, según los Evangelios, después que los hombres –por tontería, afán de dinero o de poder y también por egoísmo- la denunciaron.
Con ojos de creyentes, seguimos estando en el séptimo día”. (Páginas 166 a 169)

c) Algunos puntos
c1.- Creo que no es necesario adscribir a una determinada visión religiosa para apreciar lo central del mensaje de Jesús. De hecho, creo que mantiene su valor inalterado desde una perspectiva absolutamente laica, incluso desde una visión política democrática e igualitaria. Es un mensaje susceptible de ser interpretado en clave universal.
c2.- Es muy interesante plantearse lo que se llama “el reino de Dios” (que, visto laicamente, podemos llamar “mundo de convivencia”) como tarea en construcción, con el hombre como protagonista. Somos seres que vamos siendo y haciendo.
c3.- Es desafiante plantear la “conversión”, el “cambio”, como empresa accesible a cualquiera que se comprometa a ello, asentada no sobre la culpabilidad, sino sobre la responsabilidad de poner en acto ese compromiso.
c4.- El amor, llevado al grado de incluir a los “enemigos”, es el paradigma del amor incondicional, que lejos de la visión romántica y simplista, requiere un nivel elevadísimo de compromiso personal. Y es, a la vez, una bella manera de describir el volvernos “conscientes” y ejercitar la responsabilidad y el poder en nuestras vidas. Cuando logramos amar a nuestros “enemigos”, es porque, desde nuestra perspectiva, dejan de serlo. Amamos a quienes se consideran nuestros enemigos, no a quienes son nuestros enemigos, porque si amamos, no son tales. Logramos ver más allá de la apariencia, y logramos actuar no desde la pura reacción a la acción del “otro”, sino desde nuestra decisión de poner en práctica el amor. Abandonamos el “piloto automático” y nos hacemos cargo de los comandos de nuestras acciones.
c5.- La visión de un ser superior que es Padre y no Rey, desde que se vincula en función del amor y no del poder, desafía la concepción puramente intelectual y bastante antropomórfica que solemos tener al respecto. Solemos creer en dioses pequeños, incluso mezquinos, con muchas de nuestras propias características sólo que aumentadas cuantitativamente.
c6.- Es coherente con esa visión de un ser superior que es Padre que el acento no esté puesto en la culpa y en el castigo, sino en el amor. Vemos así que, más allá de las etiquetas que acostumbramos poner, una visión religiosa no necesariamente tiene que ser una mirada estrecha e inquisitoria. Por el contrario, hay visiones que pretenden ser muy avanzadas, y que hablan de nuestro mundo como uno de “expiación y prueba”, lo que en muchas ocasiones da pie a desarrollos teóricos fundados, se quiera o no, en el temor y el castigo. Es interesante que, más allá de nociones como las de “pecado original” o “expiación”, podamos plantearnos la posibilidad de que, quizás, de lo que se trate al fin sea de qué hacemos ante las innumerables oportunidades con que contamos para actuar desde el amor o el temor, desde la conciencia o la inconsciencia.


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2 comentarios:

  1. Si a la metafora le añades algo de divinidad y miedo por el devenir de los tiempos te sale una rica religion...Sigo pensando, desde que lo hago, que Jesús no dejó de ser nada más que un "simple" revolucionario en su época.
    Interesante lectura.

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  2. Gracias por tu visita y tu comentario. Muchas lecturas son posibles, y de cada una podremos aprovechar algo que resuene con nosotros.

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