jueves, 2 de febrero de 2012

Islas de paz



Cuando nos proponemos ciertos cambios con el propósito de incrementar nuestra satisfacción personal, con frecuencia establecemos como prioridad construirnos “islas de paz”. Espacios preservados de los problemas cotidianos, tiempos y/o lugares en los cuales gozar de una pausa en la cual regenerarnos para, luego, retornar con energía renovada a las luchas habituales. Una isla de paz, un “spa” para el cuerpo, la mente y/o el espíritu.
Así, hacemos de ciertos tiempos y/o lugares, santuarios a salvo de la aceleración y el agobio con que vivimos fuera de ellos. Puede ser la oración, la meditación, una caminata, el yoga, alguna sesión terapéutica, la práctica de cualquier actividad con la cual logremos “des-enchufarnos”, etc. Un espacio en el que logramos sentirnos bien, y del cual salimos llevando una cierta cuota de paz para proseguir nuestras rutinas diarias.
Es realmente muy positivo disponer de estas islas de paz. Cuando no contamos con ellas, el constante acoso de obligaciones nos hace vivir en un estado de tensión permanente, perjudicial para nuestra calidad de vida y que acaba produciendo síntomas físicos y mentales de insatisfacción, incluso enfermedades. En algún momento, en algún lugar, hay que parar.
Hacernos esos espacios parece ya algo bastante difícil de lograr, y cuando lo hacemos, ellos nos brindan un buen respiro.
¿Eso es todo, o es un paso?
Sin embargo, quizás podamos preguntarnos si consideramos a estas islas de paz como un paso, una etapa, que nos permita avanzar hacia otra, extendiendo nuestra satisfacción personal o, más bien, nos contentamos con disponer de ese espacio a salvo, ese respiro entre lucha y lucha.
Si nuestra respuesta pasa por esto último, tal vez podamos desplazar un poco la mirada y examinar si no hay, en la misma base de este modo de ver las cosas, algunas premisas que quizás podamos replantearnos.
La lógica de la isla
Una isla tiene ciertas características fundamentales: es un terreno separado, “aislado”, rodeado por agua, y normalmente de dimensiones reducidas. Por grande que pueda ser (y pensemos por ejemplo en la más grande ellas, Groenlandia), siempre será más pequeña que el agua que la circunda e, incluso, que la tierra continental. Una isla es, geográficamente hablando, un espacio minoritario.
Y eso parece ocurrir también con nuestras islas de paz cuando las tomamos como un fin en sí mismas, al menos en dos sentidos:
a) Si tenemos en cuenta que un día tiene 24 horas, una semana 168 horas, ¿cuánto tiempo pasamos en nuestra isla? ¿Un 10% del total disponible? Probablemente menos que eso, y si bien es preferible contar aunque sea con un 5% de paz a nada, estamos dando por sentado que el espacio de paz en nuestra vida es minoritario.
b) Cuando estamos en nuestra isla, experimentamos una sensación de plenitud que suele estar ausente cuando estamos inmersos en nuestras actividades habituales. De manera que, así como es un espacio minoritario, se halla también separado del resto, aislado.
Si uno ve la vida de esta manera, la creencia básica es que ella es una lucha constante, apenas aligerada por pequeñas treguas. Si uno disfruta del minuto de descanso entre un round y otro en un combate de boxeo, es porque está participando en ese combate. Si uno no toma parte en él, no le significa nada la lógica “tres minutos de golpes – un minuto de descanso – tres minutos más de golpes - …”, que en cambio es esencial para un boxeador.
Adoptar la lógica del combate no hace más que reforzar y perpetuar su realidad. Si somos boxeadores, cuando suena la campana que marca el final de ese minuto de descanso, salimos a luchar con ese otro que está en el ring, que es un oponente, no alguien a quien abrazar con cariño, no alguien a quien tratar bien, ni siquiera alguien que nos resulte indiferente. El otro es un rival con quien competimos para alzarnos con el triunfo, que es un bien escaso apenas disponible para uno de los dos.
Y en ocasiones participamos del combate de la vida con la mirada de que es una batalla perdida. Con lo cual ni siquiera buscamos vencer a nuestros competidores para disfrutar de un fugaz triunfo, sino que todo se vuelve una lucha por nuestra subsistencia, con lo que el gran objetivo es salir lo menos lesionados que sea posible. Reducimos expectativas, empequeñecemos proyectos, nos aferramos a todo lo que veamos como una posible tabla de salvación, celebramos “el mal menor” y “las desgracias con suerte”, carecemos de sueños. Y sufrimos, sufrimos… y sufrimos.
Otra perspectiva posible
Una isla de paz, como espacio minoritario y aislado en relación al resto de nuestra vida, puede aportarnos indispensables descansos en el marco de un combate interminable. Si esa es nuestra perspectiva, es positivo que al menos disfrutemos de ellos. De ninguna manera conviene suprimirlos, pues si lo hacemos, ni siquiera dispondremos de un pañuelo en la vida concebida como “un valle de lágrimas”.
Pero quizás no sea descabellado el plantearnos, aunque sólo sea como posibilidad, un cambio de perspectiva, para ver la vida con otra mirada. Que nuestra isla de paz sea el primer paso, el primer terreno firme sobre el cual hacer pie, para dejar de ver a la vida como una lucha. Que nos planteemos el ir extendiendo lo que experimentamos cuando estamos en nuestra isla, a otras porciones de nuestra existencia. Ya que si estamos habituados a mirar de cierto modo, quizás nos resulte en extremo difícil dar un giro radical instantáneo hacia otro tipo de mirada, nuestra isla puede ser una eficaz herramienta para transitar ese camino de manera gradual.
Para ello, es importante que no nos centremos en lo que “hacemos” en nuestra isla de paz, sino en lo que experimentamos en ella. Si identificamos a nuestro santuario con dar un paseo a la orilla de un río, hacer gimnasia o escuchar música, nos será casi imposible reproducir ese “hacer” cuando estemos realizando un trámite o conduciendo un auto en pleno centro. Pero si desplazamos el foco de nuestra atención a lo que experimentamos a través de lo que hacemos en nuestra isla de paz, y nos damos cuenta (nos volvemos conscientes) de que accedemos a estados de serenidad, de alegría, de unidad con todo y con todos, y que el cimiento sobre el cual esos estados se alzan es el amor, advertiremos que lo esencial allí no es lo que hacemos, sino cómo somos, cómo se manifiesta nuestro ser en esos espacios. Y si, a través de la práctica, logramos ver que nuestro ser se manifiesta a través de lo que sentimos, pensamos, decimos y hacemos, en cualquier situación podremos ver la oportunidad de elegir, de manera consciente, cómo nos manifestamos. Que así como somos en nuestra isla de paz, podemos ser en cualquier otra circunstancia. Que todo lo que manifestamos en nuestra isla, es nuestra elección manifestarlo o no ante cada situación.
Como ya reflexionamos en alguna ocasión[1], no se trata de plantearnos la vida como un camino de santidad, con objetivos y exigencias que nos abrumen y nos desalienten, sino más bien como uno de profunda humanidad, en el cual vamos dando nuestros pasos de acuerdo a lo que mejor sabemos y podemos momento a momento, en el cual podemos tropezar y aceptamos que así sea porque tras el tropiezo sabemos que también podemos volver a ponernos de pie y seguir nuestra marcha.

Te deseo que disfrutes de la isla de paz que ya posees, o de la que decidas crear, y que elijas hacerla crecer tanto como quieras. Y ojalá quieras tanto que, un día, te sorprendas al ver que la has hecho tan grande que ya no tienes una isla, sino que la mayor parte de tu vida es un bello continente de paz.


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[1] Puede verse por ejemplo “¿Santidad? No… ¡¡Humanidad!!”, disponible en http://enelcaminodevivir.blogspot.com/2011/12/santidad-no-humanidad.html#links

3 comentarios:

  1. Excelente àrticulo, vale la pena divulgarlo.

    Felicitaciones,

    Raffaele Capobianco R.

    Namastè

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  2. Te felicito por este artìculo Pablo, me gustò mucho y lo comparto en mi propio blog.

    Hogar en Armonìa
    hogarsweethome.blogspot.com
    Annissa

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