lunes, 30 de mayo de 2011

Riesgos


 “Una embarcación en puerto está a salvo. Pero no es para eso que se construyó”
(John A. Shedd)

Una embarcación es construida con un “para qué” que pasa fundamentalmente por surcar las aguas y ello, a su vez, con otro “para qué” que podrá ser transportar personas, mercancías, otros objetos, patrullar, disputar regatas, etc.
Cuando la embarcación está atracada en puerto, ese tiempo es parte del proceso más amplio del “para qué” que sirve, y tiene, también, su razón de ser: aprovisionarse de combustible, permitir el descanso de la tripulación, reparar una avería, cargar o descargar lo que lleva, etc. Pero a nadie se le ocurriría que, dado que la embarcación es muy valiosa, y la navegación conlleva riesgos, la estadía en puerto se convierta en su destino definitivo. Por valiosa, bonita o cualquier otra característica positiva que la embarcación pueda tener, su razón de ser radica en el movimiento a través del agua con cierta finalidad.
Los seres humanos somos frágiles, y el sólo hecho de vivir es riesgoso, ya que desde que damos la primera respiración, nos encaminamos hacia nuestra muerte. En ese sentido, la propia vida puede ser vista como una enfermedad mortal e irreversible. Podemos vivir más o menos años, pero no escapar a la certidumbre de nuestro fin. De manera que convivimos con un riesgo inevitable que, por añadidura, es difícil de precisar en cuanto a cuándo y de qué manera puede alcanzarnos. Existe una expectativa de vida promedio, variable en función de una serie de parámetros, pero con respecto a la media, está quien la supera y quien no llega a ella. Y, por otra parte, concebimos unas actividades como más riesgosas que otras, y así en abstracto conducir motos de carrera es más peligroso que tocar el violín, pero en concreto un piloto puede vivir hasta los 90 años y el concertista sufrir un ACV o ser atropellado por un auto a sus 40. No hay momento ni sitio seguro, si lo que buscamos es certeza, y tenemos materia prima de sobra si queremos elegir una mirada paranoica.
Además, no sólo estamos expuestos al riesgo de lo que nos suceda, sino que también contamos con los riesgos que se derivan de las interpretaciones que formulemos acerca de lo que sucede. Una embarcación no se deprime, no se angustia, no padece ansiedad, no se enfurece. Nosotros, sí. Como una embarcación no está sujeta a los vaivenes de su mundo emocional, no deja de hacer esto o aquello para procurarse o rehuir ciertas experiencias. Nosotros, sí. Vamos a una reunión social y no hablamos con un desconocido porque, si lo hacemos, corremos el riesgo de sufrir su rechazo. Nos molesta una actitud de una persona y no se lo decimos, porque si lo hacemos, existe el riesgo de que se enoje con nosotros. Estamos disconformes con nuestro trabajo y no buscamos otro, porque vemos el riesgo de no poder desempeñarnos en otra actividad más satisfactoria y asegurarnos el sustento. Mantenemos una relación de pareja frustrante, y continuamos en ella porque, si la concluimos, corremos el riesgo de quedarnos solos.
No deja de ser un mecanismo curioso. Experimentamos una situación insatisfactoria, pero no accionamos para el cambio porque hacerlo es visto como riesgoso. El riesgo, en estos casos, por lo común, no es vital (no compromete nuestra supervivencia física), sino que pasa por experimentar otra insatisfacción (un golpe a nuestra autoestima, un deseo contrariado, una aspiración que no se concreta, etc.). Entonces, para evitar una insatisfacción que nos representamos como posible… nos quedamos en la insatisfacción que ya estamos experimentando, esto es, que no es “posible” sino cierta, pues ya existe. El extraño mecanismo de ciertos miedos que, para rehuir amenazas que pueden o no ocurrir, nos instalan en lo que ya está ocurriendo y no deseamos. No es un dato menor, tampoco, que cuando procedemos de este modo, lo hacemos en función de haber escogido, previamente, un cierto modo de mirar, pues aquello que vemos como una amenaza, además de la posibilidad del riesgo, encierra a la vez la posibilidad de lo distinto, de lo satisfactorio. Cerrar esta puerta es elegir enfocarnos en el riesgo, y no en lo diferente que puede ocurrir. Eso va más allá del miedo y se funda en la falta de confianza, de fe, en nosotros mismos, en no creer, ni siquiera como posibilidad, que podemos lograr eso positivo a lo que aspiramos.
Cuando advertimos que es imposible vivir en un nivel de riesgo cero, y que más allá de ciertas pautas saludables que podamos adoptar al respecto (una alimentación sana, ejercicio físico, actividades que disfrutemos, actitud positiva, etc.) es una cuestión que, a partir de cierto punto, está más allá de nuestro control, estamos en condiciones de adoptar una perspectiva de cierta despreocupación al respecto. No se trata de ser irracional o temerario, sino de aceptar que la previsibilidad absoluta es irrealizable.
Cuando logramos arribar a este enfoque, estamos en condiciones de comprender que el núcleo de la cuestión pasa por nuestras dimensiones subjetivas del riesgo. Que si, hagamos lo que hagamos, vivir es una empresa esencial e inevitablemente riesgosa, el sentido de nuestra existencia no habrá de radicar en evitar los riesgos, sino en los contenidos que, a pesar de aquellos, elijamos realizar en nuestro día a día. Esto es, no se trata tanto de sobrevivir preservándonos de los riesgos, sino de qué hacemos con nuestra supervivencia, para qué vivimos. En la dimensión que nos abre este nuevo entendimiento, podemos elegir desplazar nuestro modo de mirar, pasando de centrarnos en las amenazas a enfocarnos en las oportunidades. La “realidad objetiva” parece ser la misma, pero al escoger la subjetividad desde la cual la aprehendemos, ya no es idéntica e invariable. Ya no renunciamos a lo que queremos en función del riesgo de no lograrlo, paralizándonos en la situación actual en la que, de todos modos, no lo logramos, sino que, conscientes de esta aparente paradoja, podemos decidir movernos en pos de los sueños que elijamos.

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3 comentarios:

  1. Cuanta verdad hay en estas palabras, y lo digo porque me paso, el estar tanto tiempo en un mismo lugar por miedos, miedo a los riesgos y miedo a los cambios, ya que estos traen consigo de la mano perdidas y renunciamientos y cuesta, cuesta muchisimo pero no es imposible. Lo bueno es la satisfacción que se siente al lograr enfrentar estas situaciones y movernos dando pasos siempre para adelante creciendo y madurando, porque eso es lo que se logra. Y se siente bien, muy bien. Gracias Pablo por compartir todo esto conmigo y toda la gente.Un abrazo.Susana.

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  2. Vilma Agulo Lucena2 de junio de 2011, 20:16

    Como siempre Pablo, exelente!!!! posees una gran capacidad de orientarnos por un hermoso camino hacia la reflexión, mil gracias!!!

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  3. Gracias Susana por tu visita y tus palabras. Es verdad que a veces los cambios conllevan pérdidas, pero a menudo, cuando el cambio es positivo, lo que perdemos son aspectos que antes lastraban nuestra existencia en mayor o menor medida. De manera que, aunque aparentemente perdamos algo, en un contexto más amplio puede ser visto como parte de un proceso para acceder a un estado diferente. Es como una radio, dejamos de sintonizar con ciertas emisoras y pasamos a sintonizar con otras. Creo que, como dices, las satisfacciones que se experimentan luego nos verifican que el movernos ha sido acertado, y también como dices, es bueno lograr movernos a pesar de los miedos que puedan llevarnos a creer que es mejor quedarnos donde estamos.
    Muchas gracias querida Vilma, muy amable de tu parte!

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