lunes, 3 de enero de 2011

Tiempo de balance

(*)

Diciembre. Un mes cargado de sensaciones. Navidad y el cambio de año no pasan inadvertidos para casi nadie.
Cada uno transita este período como mejor puede, quiere, sabe o le sale.
Todo conspira para hacer de esta etapa un tiempo particularmente pleno de emociones. Se multiplican los encuentros, que para algunos pueden hacer más notoria que de costumbre la ausencia de alguien, para otros puede acarrear el disgusto de “tener que” compartir una mesa con aquel a quien no se quiere ni ver, y para otros más el agigantamiento de la soledad que viven todos los días, al no tener ni siquiera con quien reunirse. Para algunos son días cargados de la ansiedad de correr a comprar infinidad de cosas, para otros de la impotencia de no tener acceso a nada de lo tentador que ofrecen las vidrieras, para algunos son horas y horas de cocinar para toda una familia numerosísima, para otros tener que cumplir una cierta obligación laboral inexcusable.
Las decoraciones de los comercios, las publicidades, los arreglos de los hogares, varían en detalles, pero se mantienen los pinos navideños, la nieve real o de telgopor, las bolas rojas y amarillas, el verde de las coronas de muérdago y del pasto del pesebre, las luces que se prenden y se apagan … Los años pasan, pero esas constantes hacen que todo en el paisaje remita a las celebraciones de la infancia, cuando todos en la familia estaban vivos, cuando se nos grabaron a fuego esos regalos inolvidables, esos sabores y olores de la cocina de alguna abuela, los sonidos de esos villancicos que aún hoy se siguen cantando. Para quien ya está lejos de la niñez cronológica, es difícil no experimentar algún cimbronazo. Algo siempre hay para añorar. Con el correr del almanaque, todos tenemos alguna pérdida en la cual podemos detener nuestra atención, ya sea aquél muñeco que nos regalaron cuando éramos niños, la casa de los abuelos donde hoy se alza un edificio de veinte pisos, aquella vocación frustrada, este sueño roto.
La cercanía del fin de un año y el comienzo de otro también aporta lo suyo, una sensación de ciclo que concluye. Convengamos que es algo bastante artificial, cimentado en las creencias que sostenemos, en nuestros modos de pensar. Un vegetal, un mineral, un animal, no distinguen entre diciembre y octubre, como no les importa si es lunes o jueves. Los ciclos de la naturaleza, los cambios de estaciones, el sucederse de días y noches, las fases lunares, no necesitan el añadido extra del calendario gregoriano para ser lo que son. Los humanos quizás tampoco, pero nos condicionamos en función de él. Nos alegramos el viernes porque comienza el fin de semana, nos deprimimos el domingo a la tarde porque se termina, y los lunes andamos con cara de … lunes.
Así, diciembre se vuelve el mes del balance. Repasamos el año entero, sopesando lo que estimamos bueno, lo que consideramos malo, estableciendo el saldo resultante entre el debe y el haber. Nos alegramos o nos entristecemos según sea ese balance. Calificamos al año, diciendo que ha sido bueno, regular, malo, pésimo, extraordinario …  Como si fuese el año, esa convención cultural más o menos arbitraria, el que nos hubiese traído o sacado cosas (sucesos, personas, etc.) a o de nuestra vida. Personificamos al año, le insuflamos una vida independiente. Fue 2010, entonces, quien nos trajo ese trabajo agradable o el telegrama de despido, el exceso de peso o un cuerpo en buena forma, el nacimiento de un hijo o la muerte de otro familiar, cierta enfermedad o la buena salud … Nos viene muy bien tener a quien culpar o felicitar, fuera de nosotros, así no nos hacemos responsables, ni de nuestros errores para corregirlos ni de nuestros aciertos para recompensarnos.
Cuando el saldo del balance no nos conforma, y desde la tristeza que experimentamos, como aquello en donde ponemos nuestra atención crece, y lo afín llama a lo afín, solemos extender la mirada más allá de este año que termina, convocamos a todas las experiencias pasadas que no resultaron como queríamos y, así, el balance se vuelve de toda una vida. La etiqueta que le pusimos al año, se la transferimos a la vida, y así es esta la que, ahora, vemos como mala, mediocre, intrascendente, aburrida … Personificamos e independizamos a la vida, esta no es nuestra obra sino el cúmulo de experiencias que “nos pasan”. Sentimos más y más tristeza.
Podemos llegar a autoculparnos, a autocondenarnos. Pero ocurre, más bien, de un modo curioso, pues ya que el año, la vida, son entidades ajenas a nosotros que nos traen desgracias, no se trata de que, madura y responsablemente, nos hagamos cargo de las consecuencias de nuestros actos u omisiones, sino que nos autocensuramos por no haber logrado que “las cosas” fuesen de otro modo o, directamente, a nivel de nuestra personalidad. Un ejemplo para tratar de verlo más claro. Si yo me enojo y tiro una piedra contra un vidrio y lo rompo, hacerme cargo implica reponer un cristal sano y darme cuenta que lo que hice (el acto, no mi personalidad) no sólo no resolvió el motivo de mi ira, sino que creé un nuevo problema. Cometer una estupidez no es ni remotamente lo mismo que ser estúpido. Ahora bien, si digo que fulano me hizo enojar, que yo soy de tener esas reacciones, que es mi naturaleza y no puedo hacer nada al respecto, y que en realidad el vidrio tiene que pagarlo el que me hizo montar en cólera, porque él sabe que soy así, el planteo es otro. Normalmente es de este último modo como enfocamos nuestra mirada. Si vivo en la escasez económica, con un trabajo mal remunerado, es lo que me tocó en la vida, no me hago cargo, pero sí me culpo por no haber estudiado para tener mejores oportunidades laborales, y creo que ahora es tarde para hacer nada al respecto, o me condeno diciendo que no sirvo para otro tipo de actividad. Si tengo un matrimonio que termina en divorcio, es la mala suerte de haberme topado con esa pareja, y me culpo por ser tan idiota de no haberme dado cuenta a tiempo de lo malo/a que era esa persona. ¿Se ve más claro lo que intento decir? Un curioso proceso en el que la responsabilidad está fuera de mí, pero yo tengo la culpa, y esa culpa no descalifica una acción u omisión en particular, sino mi persona. Esto suele ocurrir en los casos en que usamos palabras tales como “siempre” o “nunca”: siempre me enamoro de hombres casados, siempre me enamoro de mujeres que vienen en pos de mi dinero, nunca me escuchan, nunca logro entablar una amistad sincera, siempre me usan, siempre me enfermo, nunca me divierto … ¡al infinito!
¿Siempre? ¿Nunca?

A veces, en los finales de año de balances desfavorables, y en vista de ese esquema de pensamiento con el que nos representamos cierres y aperturas de ciclos, nos planteamos cambiar. A partir del primero de enero … no voy a fumar más, voy a bajar de peso, voy a conseguir un trabajo satisfactorio, voy a encontrar la pareja perfecta, voy a tener unos hijos maravillosos, voy a empezar yoga, voy a estudiar un idioma, voy a dedicarme a escribir poesía … Estamos convencidísimos, esta vez sí va a ser así, y cuando brindamos a la medianoche del día 31, estamos rebosantes de bellísimos deseos.
Hay un dicho popular que reza que “el camino al infierno está tapizado de buenas intenciones”. No creo en otros infiernos que los que decidimos experimentar, pero usemos la frase. Porque grafica bastante bien lo que ocurre, antes o después en el nuevo año, con los deseos formulados.
Ocurre que tales deseos no son más que eso, ilusiones vagas, intenciones débiles, vacías de compromiso personal, carentes de toda energía que movilice el cambio. Pues ya los expresamos desde un lugar de no responsabilidad respecto a lo desagradable que deseamos modificar, seguimos dependiendo de que cursos causales externos a nosotros trencen el devenir de nuestra vida. Pues ya que los expresamos desde un lugar en el que descalificamos a nuestra persona total, no llegamos a creer que podamos producir un resultado al que “siempre nos viene”, y mucho menos vemos un camino diferente al que “siempre recorremos”. Siempre, siempre, siempre … No salimos del “siempre”, del “nunca”. Pero esperamos algo distinto.
Tenés razón … no va a funcionar! Y no se trata de ser vidente ni de ser negativo. Son las profecías que autocumplimos.
Es bastante simple. Lo que cambia del 31 de diciembre al 1º de enero es el año, la convención cultural de cómo rotulamos el tiempo. Es tan significativo, en esencia, como el cambio que se produce entre el 31 de marzo y el 1º de abril, o entre el 27 y el 28 de julio ….  ¡no ocurre nada que no hagamos ocurrir!

Sin embargo, todo esto no significa que no haya salida del círculo vicioso que recorremos reiteradamente como el caballo que hace girar la noria. Es verdad, no la hay en un esquema de aquel tipo, pero es posible pasar a otro paradigma.
Podemos intentar hacer nuestro balance desde otro punto de vista, no mirando los resultados que “nos vinieron”, sino en cambio los procesos que recorrimos. En cada aspecto de nuestra vida este año (y podemos ir tan atrás como lo deseemos, aunque sólo si es para darle un sentido útil a esa retrospectiva), observar qué sentimos, qué pensamos, qué palabras empleamos, qué hicimos o dejamos de hacer, y luego sí qué obtuvimos. Si somos sinceros, veremos que el “resultado” fue acorde a cómo transitamos el proceso previo. Si el 31 de diciembre del año anterior deseamos dejar de fumar, pero no creímos que fuésemos a hacerlo, no sentimos que lo lograríamos, dijimos que era un vicio más fuerte que nosotros, y continuamos prendiendo cigarrillos … ¿es el año que pasó el que, ahora mismo, sostiene el encendedor que prende nuestro cigarrillo número 18.274?, ¿es tan sorprendente que no lo hayamos logrado? A cada aspecto con el que nos manifestamos en la vida podemos enfocarlo del mismo modo.
Una vez que tengamos más o menos claro el “mapa”, podemos mirarnos amorosamente. Comprendiendo que obtuvimos la cosecha adecuada a nuestra siembra, pero que sembramos lo que mejor pudimos, supimos, quisimos, en ese momento de nuestra vida. Sin culpa. Con responsabilidad. No hay fracasos. Si somos sinceros, habremos aprendido, al menos, cómo “no funcionan” las cosas. Eso es un logro. Una ausencia de logro sería ni siquiera aprender por qué no funcionan, y continuar repitiendo movimientos por pura inercia. A veces es mejor detenerse, para aprender y, sólo después, volver a moverse en una dirección diferente o con pasos distintos.
Una vez claro el mapa, y conscientes de nuestra responsabilidad en su dibujo, podemos pasar a la etapa del “poder”: Cuando vemos que cosechamos lo que sembramos, podemos decidir renovar la tierra y sembrar otras semillas. Quien se puede equivocar, y se permite hacerlo, puede también acertar. El principio, en uno u otro caso, es el mismo.
Cuando vemos el mapa con claridad, aceptamos nuestra responsabilidad y asumimos nuestro poder, podemos pasar a la etapa del “decidir y elegir”. Decidimos y elegimos qué es lo que queremos para expresar nuestro ser en plenitud. Ya no es el deseo tenue, la ilusión volátil, la energía difusa, sino poner la atención de nuestro ser en lo que decidimos ser. Poner en acto nuestra propia potencialidad en la selección de aquello en lo que vamos a expresarnos. Podemos seleccionar una meta, un propósito, un sentido, según el momento existencial en el que nos hallemos. Quizás, viniendo de un estado de impotencia (de no-poder), convenga comenzar por una meta que creamos que podemos lograr; o quizás podamos dar el “salto” al sentido[1].
Luego de ver claro el mapa, aceptar nuestra responsabilidad, asumir nuestro poder y decidir y elegir, podemos “ponernos en marcha”. Es entonces cuando nuestro ser, consciente de aquello en lo cual ha de expresarse plenamente, se vuelva a la acción, comprometiéndose amorosa y decididamente, con paciencia y perseverancia, con fe y convicción. El proceso tal vez no sea llano, puede tener subidas y bajadas, avances y retrocesos, pero en la medida en que no renunciemos, existen grandes posibilidades de manifestar en la realidad lo que nos propusimos, a diferencia de lo que ocurre cuando nos limitamos a formular buenos deseos.

Podemos también, para impulsarnos hacia lo diferente, aprovechar de modo saludable parte de nuestras viejas creencias, Si aún estamos en el esquema de que diciembre marca el final de un ciclo y enero el principio de otro, ¡bienvenido sea, aprovechémoslo! Creamos que en este naciente mes ponemos manos a la obra en nuestro trabajo personal … y empecemos a hacerlo!! Usamos en nuestro beneficio la vieja creencia, e introducimos lo novedoso de reemplazar los buenos deseos por el compromiso de todo nuestro ser. Estoy seguro que, si así lo hacemos, pronto comenzaremos a ver profecías autocumplidas, sólo que mucho más reconfortantes que aquellas a las que ya estamos habituados.

Un último punto que no deseo dejar de señalar, en especial para quienes vivimos al sur del planeta, se refiere al condicionamiento cultural que, más allá de la idea de “año nuevo, vida nueva”, superado el brindis del 1º de enero nos conduce a plantearnos que, en realidad, el año comenzará en marzo, porque enero y febrero son meses de escasa actividad, con mucha gente tomando vacaciones, con agendas vacías de compromisos, con tiempo libre, con nuestros hijos en casa.
Todo eso puede ser cierto, pero me genera dos reflexiones.
La primera, que el presente es la única materia prima de que disponemos para la obra de nuestra vida, así que no lo desaprovechemos concibiéndolo como un “tiempo muerto”. Aún cuando ciertos objetivos no puedan lograrse antes de cierta fecha, eso no significa que debamos esperar flotando a la deriva, sino que podemos aprovechar este tiempo de menores exigencias externas para trabajar en nuestra propia “reconstrucción personal”, lo que incluye aumentar nuestra conciencia, fortalecer nuestros recursos, ejercitarnos en nuestra atención. Y, por sobre todo, disfrutar: de nosotros mismos, del presente, de las relaciones que ya tenemos y de las nuevas que generemos, de lo que perciben nuestros sentidos, de lo que experimentamos más allá de aquellos, de un paisaje natural o urbano … de cada oportunidad que tengamos para manifestar nuestro ser.
La segunda, que uno nunca sabe … Uno nunca sabe, por ejemplo, cuándo puede ser el momento en que sobrevenga cierto resultado que anhelamos. Estemos abiertos a todas las posibilidades, sin limitarnos a un antes o un después, pues todo se manifiesta con el ritmo que es apropiado. Centrémonos en nuestra siembra en el ahora, que en función de ella ya llegará la hora de la cosecha.

Te deseo lo mejor a lo que decida aspirar tu ser en este 2011, y que en cada momento de todos tus días elijas estar presente y consciente. En vez de “feliz año”, te deseo “feliz de vos”.


[1] Al respecto, puede verse lo que señalamos en una nota anterior, "En el camino".

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