jueves, 27 de enero de 2011

El valor de las preguntas


Las preguntas constituyen una de las herramientas más útiles que podemos emplear cuando nos sentimos insatisfechos con el rumbo que lleva nuestra vida. Pueden ayudarnos a aclarar el panorama. Y también son de máxima utilidad cuando, superada esa etapa, nos decidimos de lleno a realizar un trabajo de cambio personal.


¿Por qué es útil la pregunta?
Hay una razón principal en la que se apoya la gran importancia de la pregunta: ella es un instrumento que tiende a enfocarnos. Es como una lupa que permite concentrar nuestra visión en algo de tal modo que apreciamos detalles que, a simple vista, se nos escapan.
La pregunta es como un rayo láser. Enfoca nuestra atención. Hace a un lado las posibles distracciones, y conduce nuestra mirada hacia lo importante.

¿Cualquier pregunta es útil?
Como sucede con toda herramienta, el valor de la pregunta depende del uso que le demos.
En este sentido, podemos señalar que existen dos grandes clases de preguntas: las que nos llevan a crecer, y las que nos limitan.

Preguntas que nos limitan
Son las que conducen a respuestas que refuerzan nuestra posición de víctima, de irresponsable. Por ejemplo: “¿por qué tengo mala suerte?”, “¿nunca voy a tener una relación de pareja satisfactoria?”, “¿siempre voy a tener problemas de salud?”.
Son preguntas que ponen el foco en el problema, en lo que no funciona, en lo que nos falta, en lo que tememos, en lo que no queremos, en nuestros prejuicios, en nuestras creencias limitantes.
Son preguntas que, cuando las formulamos, ya contienen la respuesta que daremos. Si las examinamos en detalle, veremos que se anclan en el pasado, en lo ya conocido, en lo que ya ha sido de determinada manera. Pues, aunque usemos un tiempo verbal presente o futuro, a lo que en realidad apuntan estas preguntas es a obtener respuestas que reafirmen ese pasado y nuestra sensación de impotencia.
Cuando hacemos esta clase de preguntas, nos sentimos mal.
Y cuando las respondemos, nos sentimos peor.
Son preguntas que no movilizan ninguna energía de crecimiento en nosotros. Nos inmovilizan en el punto en el que estamos. Certifican nuestra falta de poder. Cierran puertas. Apenas dejan un pequeño espacio a lo improbable, que es que algún factor externo surgido de la nada intervenga y tuerza nuestro destino. Lo cual no suele ocurrir, ¿verdad?
Son preguntas que se mueven en la lógica de la profecía autocumplida. Lo que ha sido, es y será.

Preguntas que nos llevan a crecer
Son las que enfocan nuestra atención en el estado satisfactorio que queremos experimentar. Apuntan a la solución, a lo que hacemos bien, a nuestros recursos, a lo que aspiramos.
Ponen en crisis el pasado, porque cuestionan las certezas con las cuales nos movemos (o nos quedamos detenidos) en él: nuestros prejuicios, nuestras creencias limitantes, nuestros caminos repetidos. Nos ubican en el presente, que es donde podemos actuar en dirección a lo que queremos manifestar, y nos permiten proyectar al futuro de manera constructiva.
No encierran de antemano la respuesta, sino que nos lanzan a una suerte de incertidumbre expectante, pues nos ponen ante numerosas puertas abiertas, con lo que nos situamos en posición de elegir, de decidir.
Cuando hacemos esta clase de preguntas, ya nos sentimos mejor que cuando planteamos preguntas que nos limitan.
Y cuando las respondemos, avanzamos a un estado aún mejor.
Esto no significa el optimismo ingenuo de que siempre la respuesta vaya a ser “alegre”. Si, por ejemplo, como resultado de una serie de interrogantes, concluimos en que habremos de terminar una relación afectiva, allí tendremos que transitar etapas de dolor, lo que no puede calificarse como “alegre”. Pero sí será mejor en cuanto eso sea lo que exprese auténticamente nuestro ser, a quedarnos prisioneros de algo con lo que nos empequeñecemos día tras día. Quizás, si hemos de buscar una palabra que describa siquiera mínimamente lo que experimentamos de este modo, lo más apropiado sea hablar de “serenidad” o “paz”.
Estas preguntas mueven nuestra energía vital. Con ellas, nos corremos del rol de víctima. Reasumimos poder. Abrimos perspectivas, posibilidades, puertas, caminos. Ponen el foco, al fin, en que cuando manifestamos nuestro ser lo hacemos a través de lo que sentimos, de lo que pensamos, de lo que decimos y de lo que actuamos.

Un ejercicio para practicar
Veamos, con un ejemplo sencillo, cómo podemos emplear preguntas que nos lleven a crecer.
Afirmación problemática: “Fulano siempre me hace enojar”.
Algunas preguntas sencillas al respecto, pueden ser:
. ¿Siempre? Con esto me interrogo si realmente es así como lo creo, “siempre”, es decir, en todo momento. ¿Siempre, hasta cuando no está conmigo? Y cuando está conmigo, ¿todo el tiempo ocurre así? Casi nada es u ocurre de cierta manera “siempre”. En algún momento, no es así. Puedo decir que “la mayoría de las veces…”, pero esto ya no es lo mismo que decir “siempre”.
“Siempre”, “nunca”, son expresiones absolutamente terminantes, definitivas, no dejan espacio para lo diferente.
. ¿Me hace? Con esto me pregunto si fulano “me hace” enojar, o él hace lo que hace (o no hace) y, ante eso, soy yo quien decido mi reacción. ¿Y si no me entero de lo que hace? Obviamente, no me enojo. Y esto no es negar la realidad, sino mostrar por el absurdo que el enojo es mi elección, y no algo que el otro “me hace”. Pues si el otro hace algo, pero yo no me entero, está claro que lo determinante no es lo que hace, sino la interpretación que yo le doy a ese hacer cuando me entero.
. ¿Es el enojo la única alternativa? Aquí me cuestiono si mi respuesta es la única posible o, en realidad, dispongo de más opciones. ¿Estoy determinado a responder con enojo, hay algo más allá de mí que me obliga a ello, o soy yo quien elijo mi respuesta?
. ¿Expreso mis sentimientos y pensamientos al otro? Aquí me planteo si estoy manifestando mi experiencia, o escojo jugar al “adivina adivinador”: me enojo, pero no le digo al otro por qué, porque doy por supuesto que él sabe muy bien la razón. A menudo, eso que doy por sentado es que el otro “adivine” lo que me pasa. Si además me pregunta qué me ocurre, y respondo “nada”, el juego está completo, el otro no sólo tiene que adivinar por qué estoy enojado, sino también que lo que siento es enojo y hacia él. Porque puedo estar experimentando otras sensaciones que no sean enojo y, aún cuando sea éste, puede apoyarse en muchos otros motivos que no tengan que ver con esa persona. Pero el otro debe adivinar. Y si no lo hace, más me enojo, porque eso reafirma su insensibilidad hacia mí. Es un “juego de telépatas”, que si no fuese tan frecuente y dañino, resultaría divertido.
. ¿Expreso mis sentimientos y pensamientos de un modo constructivo? Supongamos que sí expreso lo que experimento. ¿Cómo lo hago? ¿Cómo un incendio que destruye todo a su paso, o de un modo que refleje mi malestar pero dejando intactos los puentes que me unen con el otro? ¿Manifiesto mi desagrado hacia esta acción (u omisión) concreta del otro, o descalifico toda su persona? (no es lo mismo decir “siento que estás cometiendo un error” que “sos un estúpido”, y no es una mera cuestión de diplomacia).
. ¿Planteo el escenario que resultaría satisfactorio para mí en el marco de esta relación? Con esto me dirijo hacia lo que quiero manifestar en esta relación. ¿Pretendo que el otro deje de ser como es para que se amolde a mi deseo? ¿Acepto renunciar a expresar mi auténtico ser para encajar en el deseo del otro? ¿Es el eje de la relación la asociación de dos individualidades incompletas que pretenden obtener del otro lo que a cada uno le falta, o la expresión de dos sujetos completos que eligen encontrarse para crecer juntos en función de lo mejor de sí mismo que cada uno decide dar?

Obviamente, son muchísimas las preguntas posibles, pero creo que esto ya nos da una pauta respecto a cómo podemos ir mejorando la calidad de los interrogantes que nos planteamos a diario.

Una vez más sobre el foco
No está de más remarcar la importancia de la pregunta como medio de enfocar nuestra atención.
La pregunta cuestiona el que “las cosas” sean como creemos que son; permite detener nuestro avance en automático, por inercia, porque siempre lo hemos hecho así, porque es como “debemos” hacerlo; y nos invita a redirigir el foco de nuestra atención para descubrir que, en realidad, disponemos de alternativas.
Cambiar el foco nos ayuda a ser conscientes de nuestras elecciones.
Es como ver televisión o escuchar radio. Puedo comenzar por no hacer nada de eso, sino ir al cine, leer un libro, jugar con mis hijos, charlar con un amigo, meditar, jugar a descubrir formas en las nubes, lo que sea.
Si decido ver televisión o escuchar radio, si sé que existen diversos canales o frecuencias, empiezo a darme cuenta que, si me quedo en el programa “X”, es porque yo lo elegí, y no porque no pudiera hacer algo distinto.

Las preguntas fundamentales
Más allá de todas las preguntas que podamos construir en función de diferentes situaciones, si elevamos un poco nuestra mirada quizás podamos descubrir que hay unas pocas preguntas que, en la medida en que las podamos responder claramente, son las que impulsan nuestra vida.
Son las preguntas que tienen que ver con lo que nos hace elegir cómo nos manifestamos en nuestra vida.
Por ejemplo: asisto como estudiante a la Facultad de Medicina. ¿Por qué? Porque tengo la meta de graduarme como médico. ¿Por qué? Porque quiero hacer un aporte a que mayor cantidad de personas tenga la posibilidad de vivir en un estado de salud. ¿Para qué? Para experimentar que mi ser se expresa en la plenitud de su potencialidad. ¿Por qué? Porque experimento paz, amor, etc.
Dicen que Víktor FRANKL, luego de la Segunda Guerra Mundial, preguntaba a sus pacientes que se sentían deprimidos: “Y usted, por qué no se suicida?” No lo hacía para inducirlos al suicidio, sino al contrario, porque en la respuesta a esa pregunta estaba el motivo para vivir. “Quien tiene un por qué vivir, encontrará siempre un cómo”, sostenía FRANKL, y ese “por qué” básico es el amor, ya sea a algo o a alguien (y que sólo es posible, si lo miramos bien, en cuanto antes aún quede alguna dosis de amor por nosotros mismos).
Es interesante también notar que FRANKL también planteaba que la vida es un regalo, y es ella la que nos interroga acerca de lo que hacemos a su respecto. No se trata de esperar que la vida “nos  traiga” cosas, personas, situaciones, sino que somos nosotros quienes debemos actuar el potencial que ella implica.
La pregunta de las preguntas, entonces, quizás sea: ¿cómo puedo expresar más amor en mi cotidianeidad? ¿No te parece que, respondiendo eso, todas las otras preguntas sobran?

Cuatro preguntas para nuestro día a día
Es posible que, si no nos sentimos satisfechos con nuestra vida actual, esa pregunta que planteamos en el punto anterior nos suene utópica. Es legítimo. Puede estar en una sintonía bastante diferente a la que expresamos hoy, y resultarnos por completo ajena, distante.
Pero podemos ir dando pasos que nos acerquen hacia ella.
Como nuestros pasos siempre los damos en tiempo presente, aunque nuestra mente viva intentando el escape hacia el pasado y hacia el futuro, podemos hacer uso de algunas preguntas que, practicadas día tras día, momento a momento de cada día, nos ayuden a enfocar nuestra atención en este presente.
Sugiero cuatro, a modo de ejemplo. Luego, cada uno podrá construir las preguntas propias que lo ayuden en su situación personal:

-         ¿Qué estoy pensando ahora?

-         ¿Qué estoy sintiendo ahora?

-         ¿Qué estoy diciendo ahora?

-         ¿Qué estoy haciendo (o qué no estoy haciendo) ahora?

Estos cuatro interrogantes tienen un doble beneficio:

. Nos enfocan en el momento que estamos viviendo. Ni cinco minutos antes, ni cinco después.

. Nos permiten alinear nuestras manifestaciones, pues veremos claro si hay una concordancia entre esos cuatro aspectos o algunos van en una dirección y otros hacia la opuesta, y si la dirección en la que estamos eligiendo ir es una en la que crecemos o nos empobrecemos.

Te invito a que hagas la prueba de experimentar alguna de las propuestas de las que hablamos hoy.


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