viernes, 15 de abril de 2011

Un pequeño cuento de Alejandro Dolina


El arte de la impostura (En “Crónicas del Ángel Gris”)
El hombre de nuestros días vive tratando de causar buena impresión. Su principal desvelo es la aprobación ajena. Para lograrla existen diferentes métodos y estrategias.
Algunos ejercen la inteligencia, otros se deciden por la tenacidad o la belleza, otros cultivan la santidad o el coraje.
Sin embargo, por ser todas estas virtudes muy difíciles de cumplir, ciertos pícaros se limitan a fingirlas.
Por cierto que tampoco esto es sencillo: el engaño es una disciplina que exige atenciones y cuidados permanentes.
Por suerte para los hipócritas y simuladores, existe desde hace mucho tiempo el Servicio de Ayuda al Impostor.
Basándose en modernos criterios científicos, los especialistas de la organización instruyen, aconsejan, dictan clases, resuelven casos particulares y difunden las técnicas más refinadas para obtener apariencias provechosas.
Cuando algún zaparrastroso quiere presumir de elegante, el Servicio le recomienda sastres, lociones y corbatas.
Si se trata de aparentar cultura, el cliente tiene a su disposición frases hechas, aforismos brillantes y gestos de suficiencia.
Los que pretenden pasar por guapos son adiestrados en el arte del aplomo y la compadrada.
Muchos pobres practican para fingirse ricos, y muchos ricos se esfuerzan por parecer indigentes.
Hay que decir que algunos postulantes son muy adoquines y no alcanzan a completar los cursos. Otros tienen características tan marcadas que resulta imposible disimularlas.
Durante muchos años, los hipócritas aplazados debieron resignarse a mostrar crudamente sus verdaderas y abominables condiciones, o bien a ser descubiertos en sus torpes fraudes. Pero con el tiempo, el Servicio encontró una fórmula drástica para socorrer a los menos favorecidos. Así nació el reemplazo liso y llano como recurso extremo.
Imaginemos a un morocho tratando infructuosamente de ingresar en un selecto club nocturno. El hombre fracasa con las tinturas y el maquillaje.
Inmediatamente el servicio designa a un rubio cabal en su reemplazo. El impostor entra sin problemas a la milonga y en nombre del morocho rechazado baila y se divierte toda la noche.
Los ejemplos son innumerables: estudiantes mediocres que se hacen reemplazar en los exámenes; enamorados tímidos que -como Cyrano de Bergerac- mandan en su lugar a un picaflor; empleados capaces que para lograr un ascenso envían a un chupamedias y personas hartas de su familia que se hacen substituir en los cumpleaños.
El Servicio de Ayuda al Impostor ha ido perfeccionando la tecnología del reemplazo con disfraces impecables. Se sospecha que hoy en día, la mayoría de las personas que uno trata son en realidad agentes de la organización. Nuestros amigos, nuestras novias, nuestros gobernantes y nuestros cuñados pueden haber sido reemplazados por impostores profesionales. Tal vez yo mismo estoy fingiendo escribir estas minucias a nombre y beneficio de un cliente llamado Dolina. Tal vez usted, que finge leerme, esté reemplazando a alguien que no se atreve a confesar que los mitos de Flores lo tienen harto.
II  Los gobiernos, lo mismo que las personas particulares, viven preocupados por la opinión de los de afuera. Continuamente sugieren a la población la necesidad de mejorar lo que se llama imagen exterior.
Para lograrlo se promueve la difusión de nuestros aspectos más brillantes. Cuando nos visitan los extranjeros, se les muestran nuestros rincones más presentables, se les hace comer una empanada y se les obliga a escuchar a la orquesta de Osvaldo Pugliese.
La exaltación de nuestros méritos va casi siempre acompañada de un cuidadoso disimulo de nuestros defectos. Además, en tren de aparentar y a falta de extranjeros, se suele hacer bandera ante los propios criollos.
Con toda insistencia se señala que los médicos argentinos son los mejores del mundo, para no mencionar a los enfermos. Si se produce algún desperfecto en una transmisión internacional, los locutores se apresuran a aclarar que el jarabe se ha originado en el satélite alemán, con lo cual nos quedamos todos tranquilos.
La actitud temerosa del juicio ajeno es proverbial en el periodismo. Hace poco una cronista aprovechó su paso por Roma para consultar a los transeúntes italianos acerca de nuestra nueva situación institucional. Los televidentes recibieron varias reflexiones, expresadas en cocoliche que, en general, nos perdonaban la vida. Al final de la encuesta, la cronista no podía ocultar su satisfacción. Habíamos pasado la difícil prueba de agradar a los heladeros de la Vía Margutta.
No estaría mal recurrir al Servicio de Ayuda al Impostor para perfeccionar nuestras representaciones ante los extraños.
La solvencia de la organización nos permitiría aparentar cualquier cosa: que tenemos 100 millones de habitantes, que somos prósperos, que somos poderosos. Se podrían editar censos adulterados y mapas fraudulentos que nos muestren en el doble de nuestra extensión.
Manuel Mandeb recomendó alguna vez la conveniencia de fingirnos el Japón, para desconcertar a nuestros enemigos. El pensador de Flores proponía que todos nos estiráramos los ojos con los dedos y habláramos pronunciando las erres como eles.
Aquí se nos viene encima una duda: ¿no será que otros países ya nos están engañando? La mentada potencia norteamericana puede ser nada más que una ficción creada por los impostores del norte. A lo mejor, Suecia es un país tropical, pero lo disimula. Quizá la Unión Soviética es una pequeña república del África y Luxemburgo es en verdad el mayor país del mundo.
En todo caso, antes de encarar cualquier acción para mejorar nuestra imagen externa es indispensable decidir cuál es la sensación que se quiere dejar. Si dispersamos nuestros esfuerzos en simulaciones diferentes e inconexas, los resultados habrán de ser más bien confusos. Dígasenos de una vez qué fingiremos ser: ¿una nación apacible? ¿una nación encrespada? ¿una nación limpia? ¿una nación angloparlante?
Los tratadistas reconocen tres tipos de impostura: horizontal, ascendente y descendente. La última consiste en mostrarse peor de lo que se es. Y no faltan economistas que postulan este camino para despertar la conmiseración internacional.
III Los teóricos más barrocos del Servicio creen que la impostura es un arte. Y más aún: afirman que todo arte es una impostura. Cien gramos de pinturas al aceite se nos aparecen como un rostro misterioso o como un paisaje lunar. Quinientos kilos de bronce pretenden ser el cuerpo de Hércules. Una curiosa combinación de tintas y papeles es presentada como el alma de un hombre atormentado.
Solamente la música está libre de simulaciones. Un acorde en mi menor es precisamente eso y no pretende ser nada más.
Los teóricos también han defendido el carácter ético de la impostura ascendente. El argumento principal no es muy novedoso: de tanto aparentar bondad, uno acaba por ser bueno.
Faltan en esta monografía datos concretos que permitan al lector la contratación del Servicio.
Lamentablemente, no es posible ofrecerlos.
Para empezar, nadie sabe cuál es la ubicación de la entidad. A veces, el local asume el aspecto de un almacén. Otras veces, se aparece como un copetín al paso, o como una estación de ferrocarril. Los impostores son siempre consecuentes con sus representaciones y por más que uno les plantee sus necesidades, insisten en vender garbanzos, servir una ginebra o despachar un boleto de ida y vuelta a Caseros.
    Es cierto que a menudo aparecen impostores ofreciendo sus servicios. Pero la organización ya ha advertido al público que se trata en realidad de falsos impostores que deben ser denunciados a la policía.
IV  Vaya uno a saber cuántos ridículos firuletes habremos hecho los criollos para agradar a los polacos y coreanos.
¿Estaremos bien? ¿No seremos una nación fuera de lugar? ¿Qué pensarán de nosotros estos visitantes holandeses? ¿Le ha gustado nuestra autopista, señor Smith? ¡Cuidado, disimulen que ahí viene un francés! ¿No estaremos desentonando en el concierto internacional?
Yo creo que tal vez no importa desentonar en un concierto que parece dirigido por Mandinga.
Vale la pena intentar el camino difícil, el más penoso, el más largo pero también el más seguro. Es el camino de la verdad. El que quiera parecer honrado, que lo sea. El que quiera fama de valiente, que se la gane a fuerza de guapeza.
Y si queremos que el mundo piense que somos una gran nación, sepamos que lo más conveniente es ser de veras una gran nación.
Mientras llegan esos tiempos, podríamos empezar a fingir que no fingimos.
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Un hermoso texto que, en clave de ironía, señala de manera magistral los grados de absurdo que podemos llegar a orillar cuando buscamos desesperadamente la aprobación ajena.
Para ello, dejamos de centrarnos en manifestar quienes realmente somos, para construir el rol que queremos mostrar, lo cual es, por cierto, un esfuerzo agotador. Si toda esa energía la aplicásemos a expresar la mejor versión de nuestro propio ser, quizás alcanzásemos niveles más elevados y genuinos de satisfacción personal. Pues por mucho que obtengamos la deseada aprobación externa, desde que ella recae sobre la representación que montamos y no sobre lo que somos, de algún modo quien disfruta ese reconocimiento es alguien ajeno a nosotros,  el personaje, así como en el texto de DOLINA es quien reemplaza al reemplazado el que disfruta de aquello a lo que logra acceder.
Desde esa perspectiva adquiere sentido por qué, cuando corremos en pos de metas que no son las nuestras, cuando las obtenemos no experimentamos más que vacío.
Cuando nos dejamos arrastrar por la necesidad de la aprobación ajena para experimentar ciertas sensaciones, entramos en la vorágine de la competencia, que puede llegar a ser despiadada y alcanzar cotas cada vez más altas de superficialidad. Pues, al fin, por lo que terminamos compitiendo es por quién tiene “más” de algo (más inteligencia, más astucia, más poder, más relaciones, etc.) y no por quién vive desde la auténtica calidad de su propio ser.
Cuando enfocamos nuestra atención en agradar a los demás, iremos cambiando la fachada que mostramos según el contexto en el cual nos hallemos y el objetivo al que aspiremos, desarrollando virtudes camaleónicas que, aunque no nos disocien al extremo de cierta esquizofrenia, sí generarán una confusión existencial propia de nuestro intento de aparentar aspectos que pueden ser inconexos, cuando no incluso contradictorios.
Quizás, cuando sintamos la presión de ciertos entornos a ser uno más en la ficción que la mayoría parece representar, podamos cuestionarnos por qué formamos partes de ambientes de esas características y no de otros donde la autenticidad sea la moneda corriente. Pero, en cualquier caso, más allá de toda presión, nos queda nuestra capacidad de elegir y, como señala DOLINA, “tal vez no importa desentonar en un concierto que parece dirigido por Mandinga”.
Como señala el autor, el camino de la autenticidad puede parecer más largo, más penoso, más difícil, pero es el más seguro, porque es el único en el que lo que experimentemos, será nuestra propia experiencia. Desde esa óptica, aparentar lo que no somos, y sumirnos en la crónica insatisfacción, es el camino más largo, más penoso, más difícil.

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2 comentarios:

  1. Excelente cuento, Pablo y muy buena tu reflexión.
    Será que todos tratamos de aparentar lo mejor que podemos ser.
    Como dices, vamos en busca de metas que al final nos hace tener un sentimiento de vacuidad en nuestras vidas.
    Gracias

    Saludos

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  2. Muchas gracias Ani! Si sólo fuese aparentar lo mejor que podemos ser, al menos sería un buen principio, pero a menudo aparentamos lo que creemos que otros esperan...y no suele ser lo mejor que podemos ser. Enorme abrazo! pablo

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