martes, 20 de septiembre de 2011

Dos pequeños cuentos sobre señales


Cuento I: Todo es Dios (Anónimo)
El gurú y un discípulo estaban conversando sobre cuestiones místicas.
El maestro concluyó la charla diciendo:
- Todo lo que existe es Dios.
El discípulo se despidió, salió del monasterio y comenzó a caminar por una callejuela. Inesperadamente, vio aparecer un elefante que venía en dirección contraria, ocupando toda la calle. El jovencito que conducía al animal, le gritó:
- ¡Eh, oiga, apártese, déjenos pasar!
Pero el discípulo, inmutable, se dijo:
- Yo soy Dios y el elefante es Dios, así que ¿cómo puede tener miedo Dios de sí mismo?
Razonando de este modo, decidió no apartarse.
El elefante llegó hasta él, lo agarró con la trompa y lo lanzó al tejado de una casa, rompiéndole varios huesos.
Semanas después, repuesto de sus heridas, el discípulo acudió al maestro y se lamentó de lo sucedido.
El anciano le dijo:
- De acuerdo, tú eres Dios y el elefante es Dios. Pero Dios, en la forma del muchacho que conducía el elefante, te avisó para que dejaras el paso libre. ¿Por qué no hiciste caso de la advertencia de Dios? Muchacho, afila el discernimiento. No tomes la soga por una serpiente, ni la serpiente por una soga.

Cuento II: Las señales de Dios (Anónimo)
En un pueblo comenzó a llover de modo incesante. El río a cuyas orillas se levantaba el poblado empezó a crecer y a desbordarse, inundando las calles del pueblo.
Una persona, de enorme fe en Dios, le suplicó a éste que lo salvara.
Las autoridades municipales dieron la orden de evacuar el pueblo. El hombre escuchó la noticia en la radio, pero se dijo:
- Ya he orado a Dios, y él me salvará.
La lluvia arreció, el agua siguió subiendo y comenzó a penetrar en el interior de las casas.
Cuando el agua le llegaba a las rodillas del protagonista del relato, una camioneta del Servicio de Defensa Civil vino a buscarlo. El hombre les dijo que no se iría.  Él confiaba en Dios y Dios lo salvaría.
La lluvia era incesante, el agua continuó su crecida y anegó por completo la planta baja de su casa. El hombre, asomado a la ventana de la planta alta, vio una lancha que se detenía ante su hogar.
- Tiene que venir con nosotros –le dijo uno de los hombres que estaban a bordo de la lancha-. El agua es imparable y todavía crecerá más.
Nuestro protagonista, con absoluta calma, les dijo que estaba bien, que había orado a Dios y éste se encargaría de salvarlo.
Luego de insistir durante casi media hora, y ante la inutilidad de todas las razones que intentaban hacer ver al hombre, los rescatistas se marcharon en la lancha.
No mucho tiempo después, el agua alcanzó el nivel de la planta alta, y el hombre tuvo que refugiarse en el techo de la vivienda.
Poco tiempo más tarde, escuchó el estrépito de un helicóptero que se acercaba hasta detenerse, suspendido en el aire, a corta distancia de donde él se hallaba. Desde él le arrojaron una soga y, con un megáfono, le dijeron:
- La situación es desesperante. Esta es la última oportunidad que tiene para abandonar el lugar. Ya no podremos regresar.
El hombre les hizo unos gestos con sus manos indicándoles que se fueran, que él estaba bien y no se iría. Él sabía que, en cualquier momento, Dios se ocuparía de salvarlo. El helicóptero al fin se marchó.
 La crecida continuó, arrasando todo a su paso, y el hombre murió ahogado.
Cuando su espíritu llegó al cielo y se encontró con Dios, le reprochó:
- Señor, puse toda mi fe en ti, y me defraudaste. Creí en ti como nadie más podría haberlo hecho en una situación terrible, y tus oídos se cerraron a mis ruegos. ¡No hiciste nada para salvarme!
Dios lo miró, con una expresión mezcla de asombro y diversión, y luego de unos momentos le respondió:
- Querido mío, supe cuáles eran tus necesidades desde antes que me pidieras nada. Y te envié no una ayuda, sino tres: una camioneta, una lancha y un helicóptero…. ¡pero no aceptaste ninguna de ellas!
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Ambos relatos, cada uno a su manera, nos hablan de cuestiones similares en esencia.
Se refieren a “señales de Dios” pero se pueden aplicar perfectamente a cualquier tipo de señal que esperemos o creamos percibir, más allá de que sostengamos o no la existencia de Dios. Podemos hablar de Dios, de intuición, de corazonadas o como prefiramos llamarles.
En un primer sentido, podemos extraer de ambas historias cómo, a menudo, nos colocamos en una cierta frecuencia (como si de un aparato de radio se tratase) en la cual confiamos que recibiremos determinados signos. Al establecer de antemano cuál es esa frecuencia, sólo percibiremos lo que entre en ella, y dejaremos pasar de largo todo lo que se halle en otra diferente. Con lo cual, de algún modo, estamos pretendiendo controlar el proceso, en vez de aceptar lo que surja y abrirnos a un abanico de infinitas posibilidades. Es decir que, con ese control, y con esa falta de apertura, lo que estamos haciendo, al fin, es limitarnos.
En un segundo sentido, es interesante notar cómo todo es interpretable y susceptible de ser argumentado. El elefante, el muchacho que lo guía, la camioneta, la lancha, el helicóptero… pueden ser señales de Dios (del azar, de nuestra intuición, etc.) o no. Y si son señales, pueden decirnos esto o lo otro… según lo que esperemos oír. De manera que este segundo sentido es, de algún modo, una variación del primero. La clave, aquí, quizás pase por el lugar existencial desde el cual nos disponemos a interpretar. Si ese lugar es el del control, el de recibir los signos que creemos que debemos recibir (y no otros), es muy probable que nuestra interpretación sea engañosa. Si ese lugar es el de la renuncia al control, el de la aceptación, el de la rendición, abriéndonos aún a lo inesperado, es probable que nuestra interpretación se aproxime más a los carriles de la autenticidad.
En un tercer sentido, y nuevamente como variación de los dos anteriores, podemos reflexionar acerca de cuán “entrenados” estamos en la gimnasia de abrirnos a las señales. Cuando estamos habituados a actuar desde los mecanismos inconscientes de nuestro piloto automático, es probable que lo que percibimos como señales no sean más que deseos que sostenemos en ese nivel de inconsciencia. Cuando comenzamos a ejercitarnos en la expresión de nuestro ser, a hacernos responsables conscientemente de nuestras decisiones y elecciones, nos ponemos en condiciones de recibir información de calidad, más allá de los deseos cambiantes de nuestro ego.
Quizás una buena pauta para aproximarnos al delicado terreno de las “señales” sea el prestar atención a cómo nos sentimos respecto a ellas. Si nos producen ansiedad, excitación, desasosiego, incertidumbre, confusión, es muy probable que lo que estemos tratando de utilizar como “radar” sea nuestro ego. Cuando, en cambio, logramos abrirnos desde la profundidad de nuestro ser, la sensación que probablemente prime en nuestra experiencia sea la paz.


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1 comentario:

  1. Muchisimas gracias, grandes historias, hermosos mensajes, maravillosa reflexión. Dios lo siga llenando de Bendiciones.

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