viernes, 18 de febrero de 2011

Un pequeño cuento de Antonio Rodríguez Almodóvar

(*)


La princesa mona (“Cuentos al amor de la lumbre”, Alianza Editorial, 1999)
Había una vez... un rey que tenía tres hijos. Un día, cuando ya era viejo, muy viejo, los convocó a los tres y les dijo:
- Quiero que os marchéis por el mundo y el que me traiga la cosa más hermosa... que yo os diré, ése heredará mi corona.
- ¿Y qué quiere usted que le traigamos? - preguntaron los hijos.
- A ver quién me trae la toalla más preciosa - dijo el rey.
Y se marcharon los tres, cada cual en un caballo y por caminos distintos. Los dos mayores encontraron pronto lo que buscaban, pero al más pequeño se le hizo de noche y, a fuerza de andar, vio una luz a lo lejos. Era un caserío donde vivían muchas monas. Se acercó el príncipe y llamó a la puerta. Le abrió una mona muy vieja y le preguntó que qué quería.
- ¿Puedo pasar aquí esta noche? - preguntó el muchacho.
La mona entró a consultar y, al momento, salieron otras cuantas monas diciendo: “¡Qué pase! ¡Qué pase”. Una de ellas se dirigió a las demás ordenándoles que recogieran el caballo del príncipe y que prepararan la cena.
Pusieron una rica mesa, elegantemente vestida, con muy buenos manjares, y todas las monas comieron con el príncipe. Luego estuvieron jugaron a las cartas y todo eso. Y, cuando terminaron de jugar, la que mandaba dijo que lo llevaran a su habitación.
A la mañana siguiente, muy temprano, el príncipe ya se disponía a marcharse, cuando la mona vieja le preguntó que por qué se iba tan pronto. Salieron las demás y él les contó que tenía que seguir buscando un encargo para su padre, el rey.
- ¿Y qué encargo es ése? - preguntaron las monas.
Entonces el príncipe les contó lo que había dicho su padre a los tres hermanos y que tenía que llevar la toalla más preciosa. En seguida, la mona que mandaba dijo que le trajeran al príncipe el trapo de la cocina. Una mona muy fea, requetefea, cumplió la orden y trajo el trapo, que estaba todo manchado de grasa de las sartenes, lo que envolvió en otros trapos, todavía más sucios y asquerosos, y se lo entregó al príncipe.
El príncipe no dijo nada. Cogió aquel lío y se marchó muy preocupado. Cuando llegó al palacio, ya sus hermanos habían vuelto y le habían presentado al rey unas toallas muy bonitas. Conque el rey le dijo:
- Bueno, a ver qué has traído tú.
El muchacho no se atrevía a enseñar lo que traía, pero, al fin, después de mucho rogarle, se puso a desenvolver los trapos y dentro apareció la toalla más preciosa que podía haber. Todas las manchas se habían convertido en flores y pájaros de colores. Al verla, dijo el rey:
- Pues mi hijo el menor es el que ha ganado y él heredará la corona.
Pero, los otros hermanos empezaron a protestar y le pidieron al rey que les pusiera otra prueba. El rey consintió y dijo:
- Está bien. Ahora el que me traiga la palangana más hermosa, ése heredará y se sentará en mi trono.
Otra vez los tres hermanos se pusieron en camino, cada cual por el suyo. Y, aunque el más pequeño no quiso ir por el mismo de la vez anterior, su caballo se empeñó en que sí,... y otra vez se encontró el muchacho en el caserío de las monas. La mona vieja se puso muy contenta, cuando abrió la puerta y lo vio. Llamó a todas las demás, que decían: “¡Qué pase! ¡Qué pase”.
La mona mandona dijo que guardaran el caballo y que preparasen la cena. Y pusieron una cena espléndida, como la noche anterior, y estuvieron jugando a las cartas y todo eso.
A la mañana siguiente, el príncipe explicó lo que pasaba y que, esta vez, tenía que llevar la palangana más hermosa, si quería ser rey.
- Oye, tú - ordenó la mona mandona a otra -, trae aquí el bebedero de las gallinas.
Así lo hizo aquélla y envolvió en unos papeles el bebedero todo lleno de gallinazas. Después se lo entregó al príncipe, que lo cogió sin decir nada y se marchó.
Cuando llegó a palacio, su padre le dijo:
- Bueno, hijo, a ver qué has traído, porque ya tus hermanos me han presentado estas palanganas tan hermosas.
El muchacho, al verlas, sintió mucha vergüenza de lo que él llevaba y no se atrevía a enseñarlo. Por fin, después de mucho rogarle, se puso a desliar los papeles... y, entonces, vieron una palangana hermosísima. Las gallinazas se habían convertido en flores y pájaros muy bien pintados.
- Para ti es la corona, hijo mío - dijo el rey -, pues como esta palangana no habrá otra en el mundo.
Pero los hermanos empezaron a protestar otra vez y convencieron al rey de que les pusiera una última prueba.
- Está bien -dijo el rey-. Ahora quiero que me traigáis cada uno una novia. Y el que la traiga más bonita se casará con ella y serán el rey y la reina.
Así que se marcharon los tres hermanos a buscar novia. Ya el menor iba temiendo lo que podía pasar, pues su caballo se empeñaba otra vez en seguir el mismo camino... y nada pudo hacer para evitarlo. Llegó al caserío de las monas y la mona vieja se puso muy contenta, al abrirle la puerta y las demás decían “¡Qué pase! ¡Qué pase!”. La mandona ordenó que cuidaran muy bien, requetebién, al caballo y luego dispuso una cena mejor todavía que las otras noches. Después jugaron a las cartas y todo eso.
Por la mañana, el príncipe se quería marchar muy temprano, pero las monas no se lo consintieron hasta que él les explicó que esta vez tenía que llevar la novia más bonita, si quería ser rey.
- ¡A ver, a ver! -exclamó la mandona-. ¡Aparejad en seguida nuestro carruaje y nuestros caballos, que nos vamos todas a palacio! ¡Tenemos que celebrar esa boda!
Y la mona más vieja fue a por otra mona, que era la más fea, pelada y andrajosa de todas y la metió en el séquito con las demás, que iban dando brinco entre los caballos, subiendo y bajando del carruaje y alrededor del príncipe. Este iba en su caballo con mucha vergüenza.
Poco antes de llegar al palacio, había una fuente, donde todas y todos pararon a merendar. En cuanto reanudaron la marcha, vio el príncipe que el carruaje se había convertido en una carroza preciosa, todas las monas en pajes y criados muy bien vestidos y la mona pelada en una princesa, la más bonita del mundo.
Cuando el rey vio cómo venía su hijo menor, salió a recibirlo y dijo:
- Tú has ganado la corona por haberme traído los mejores regalos y, sobre todo, esta novia tan bonita. Te casarás con ella y ella será nuestra reina.
Y se casaron. Y fueron felices. Y a los dos hermanos les dieron en las narices.
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Las cosas no siempre son lo que parecen. Mucho menos, lo que “creemos” que son.
No sólo miramos a través de nuestros ojos físicos, sino que al proceso por el cual los impulsos luminosos llegan al cerebro se le adicionan las emociones, las creencias, que respecto a lo que miramos, tenemos. Cuando miramos a alguien, no lo “vemos” del mismo modo según hacia él experimentemos indiferencia, rencor o agradecimiento.
Pero más importante aún en nuestro proceso de “mirar”, es qué tan conectados con nuestro propio ser estemos. Cuando esa conexión es débil, quedamos limitados a ese circuito que mencionamos y, así, tendemos a “ver” siempre lo mismo, aunque lo que miremos sea distinto. Lo que vemos es la reiteración de problemas, situaciones desagradables, personas “difíciles”, muros que nos impiden avanzar. No alcanzamos a “ver” lo que nuestro ser tiene para aportar a esa mirada. Estamos ciegos a los mensajes que nuestro ser nos envía a través de las emociones y de la “intuición”.
A menudo, cuando estamos en ese estado de desconexión, solemos auto-engañarnos con nuestros propios deseos de realizar algo, o con nuestros temores de evitar alguna situación, y creemos que son señales de nuestra intuición. Por eso es importante confiar en ésta una vez que nos hayamos habituado a conectar con nuestro ser, para reconocer la diferencia. Una pista importante para saber si lo que percibimos como “corazonada” es un mensaje de nuestro ser interior o de nuestro ego, es atender a las sensaciones que experimentamos ante ellas. Si ese mensaje nos instala en la ansiedad, la urgencia, el temor, podemos estar seguros que quien nos habla no es precisamente nuestro ser, pues éste nos inspira paz, serenidad, armonía, confianza. Otra cuestión es que, luego, en el momento de llevar a la acción lo que la intuición nos indica, nos asalten los viejos temores, las dudas de costumbre, pero si ya en el momento de experimentar el mensaje esas son las sensaciones que nos invaden, con quien contactamos es con nuestro ego.
Cuando entramos en contacto con nuestro ser y dialogamos a través del lenguaje de la intuición, somos libres para confiar en el proceso, hacer a un lado las resistencias, las luchas, y dejarnos fluir. Podemos abandonarnos a la certeza de que hay “algo”, más sabio que nuestro ego, que nos guía por nuestro camino. A pesar de lo que nuestros ojos y nuestros viejos temores se empeñen en pretender que veamos.
Cuando nos conectamos con nuestro ser, podemos confiar en ser nosotros mismos, en expresar lo que somos. No necesitamos aparentar ser algo distinto a lo que somos. Dejamos de luchar contra lo que creemos que somos, esa imagen distorsionada que con frecuencia se nos presenta como un obstáculo más a vencer para experimentar satisfacción.
Cuando experimentamos la conexión  que nos permite expresar nuestro ser, dejamos de considerar a nuestros logros como objetivos meramente externos que “tenemos que conseguir”, y los vemos como frutos naturales de la manifestación de quienes somos. No hay competencia posible, porque aspiramos al crecimiento de nuestro propio ser, y porque lo que comprometemos en ese proceso es ese mismo ser que aspira a crecer.
Cuando nos conectamos con nuestro ser, a todo lo que con nuestra vieja mirada consideramos previsible, reiterativo, mecánicamente causal, comenzamos a verlo pleno de la cambiante dinámica de la vida, y entendemos que lo que ayer fue de cierto modo, no obligatoriamente tiene que ser del mismo modo hoy o mañana.
Para poder ver realidades distintas a las que cotidianamente nos “aplastan”, es conveniente que modifiquemos nuestra mirada. Y para ello, no es necesario que cambiemos nuestros ojos, sino más bien el lugar desde el cual miramos.

(*) Imagen obtenida de http://bib.cervantesvirtual.com/bib_autor/almodovar/ 



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4 comentarios:

  1. esta asturiana te da las gracias por deleitarnos con tan bellisimo y reflexivo texto, un besin muy grande.

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  2. Muchas gracias por tu constante y luminosa compañía, Ozna!

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  3. Muchas gracias,Daniela! Me alegro que así sea. Pablo

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