jueves, 3 de marzo de 2011

Madurez


 “Cualquier cosa es preferible a esa mediocridad eficiente,
a esa miserable resignación que algunos llaman madurez”
(Alejandro Dolina)

Con demasiada frecuencia creemos que maduramos cuando, en realidad, apenas nos resignamos.
Le llamamos madurez a lo que la mayoría de la gente hace en la edad adulta, y así normalizamos con la estadística la insatisfacción existencial. Vivimos insatisfechos, pero somos normales, adaptados… maduros.
Si desde niños nos habituamos a acallar lo que nos vuelve distintos, únicos, originales, ¿por qué, de mayores, habríamos de ser de otro modo? Y si somos chatos, repetitivos, cómodos, porque nos acostumbramos a serlo, ¿por qué creer que eso es la normalidad? Si vivimos de acuerdo a lo que aprendimos a creer que era la vida, y esas creencias son limitantes, ¿no le estaremos llamando maduración al proceso de echarnos a perder, de desperdiciar los talentos que tenemos para brindar?
El propio Diccionario de la Real Academia nos dice otra cosa sobre la madurez. Habla de la “sazón de los frutos”, es decir, de su punto justo; en la segunda acepción se refiere al buen juicio (que el propio DRAE caracteriza primeramente como la facultad del alma que permite distinguir el bien del mal y lo verdadero de lo falso); y en la tercera se refiere a la edad de la persona que ha alcanzado su plenitud vital. Quiere decir que, aún recurriendo a algo tan “estructurado” como puede serlo un diccionario, nos habla allí de frutos, de discernimiento y de plenitud vital. ¿Cuál de estos tres aspectos vemos en nuestra vida, cuando nos creemos maduros? ¿O nos llamamos maduros cuando, al fin, renunciamos a desarrollar precisamente esas características?
“Casualmente”, en este momento viene a mí la frase “por sus frutos los reconocerán” (Evangelio según San Mateo, 7.16). No podemos fructificar más que de acuerdo a aquello que es nuestra esencia y nos atrevemos a desarrollar, o permanecer estériles.
Atrevámonos a recoger las banderas arriadas de nuestros sueños archivados.
Atrevámonos a dar al mundo una manera de ser que nadie más puede darle.
Atrevámonos a ser motores de vida, a partir del cambio desde nosotros mismos, asumiendo la responsabilidad de que, de esa manera, también contribuimos al cambio universal.
Atrevámonos a madurar, a crecer, para aportar al universo frutos rebosantes de paz, justicia, serenidad, armonía, coexistencia, convivencia, tolerancia, igualdad, libertad.
Atrevámonos a amar, porque el amor es la tierra fértil y también la semilla desde la que haremos brotar la mejor versión de nosotros mismos.
Atrevámonos a dejar de creer y de mostrar a otros que somos lo que no somos, para resurgir desde nuestra esencia, de lo que sí somos.
Atrevámonos a dejar de reprimir nuestro potencial de crear un mundo más habitable, más digno de ser vivido, porque ni la indecisión, ni el miedo, ni la aprobación de mayorías dormidas podrán hacerlo por nosotros.
Atrevámonos a dejar de desear, de juzgar, de criticar, para poner en marcha esos sueños que ya sacamos del desván, y nos producen esa dulce agitación interior por medio de la que nos piden que nos decidamos y los actuemos.
Atrevámonos a experimentar y, de ese modo, a saber, que si estamos con vida es porque aún estamos a tiempo, aún tenemos la oportunidad, aún hay un tren aguardando por nosotros. No importa si tenemos 10, 40, 65 ó 98 años, nuestro espíritu nos acompaña hasta el último suspiro.
Y atrevámonos a dejar de decir “¡qué bonito sería!, si pudiera…, si fuese tan fácil…, suena lindo…”, para comprometernos con TODA nuestra vida en lo que decimos que queremos.
            Atrevámonos, pero en serio… a MADURAR!

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