lunes, 7 de marzo de 2011

A propósito de nuestros hijos


Como dice Joan Manuel SERRAT en su canción “Esos locos bajitos”, “a menudo los hijos se nos parecen, y así nos dan la primera satisfacción”. Creo que no sólo se nos parecen, sino que nos mejoran, y en dos sentidos.

En uno de ellos, nos mueven a mostrar una versión nuestra mejor que la que habitualmente desarrollamos. Nos mueven a ser más cariñosos, más demostrativos, pero también más pacientes, más responsables, más comprensivos. Obviamente, según como aprovechemos la bella oportunidad que nos brindan de elegir que así sea. Pues también podemos elegir ser más impacientes, más ansiosos, irresponsables.
En otro sentido, creo que nos mejoran como especie humana. Que cada generación de niños representa una nueva oportunidad de hacer una opción por el incremento de la conciencia. Que son una nueva posibilidad de elegir por la paz, por la tolerancia, por la coexistencia, por la convivencia, por la inteligencia emocional, por la inteligencia espiritual,  por el amor incondicional.
Que se nos parezcan, por otra parte, y más allá de la genética que condiciona ciertas similitudes, constituye el desafío de asumirnos como modelos, esto es, de primera referencia a la que ellos miran, lo queramos o no. Implica hacernos cargo de esa mirada y elegir maduramente qué es lo que les mostramos según como vivimos: nuestras creencias, nuestros saberes, nuestros sentimientos, pensamientos, palabras y acciones. ¿Somos modelos de crecimiento o de empobrecimiento?
Que se nos parezcan implica, también, hacerse cargo de que el parecido no es identidad, por lo que ellos no son prolongaciones nuestras, no tienen que hacerse cargo de cumplir nuestros sueños ni verse limitados por nuestras frustraciones. Nuestra paternidad pasa, en buena medida, por el desafío de cuánto crecimiento como seres independientes les facilitamos.
Es curioso que seamos la especie que más tiempo requiere para dejar de ser cachorros. Pero más curioso aún es que, si en algún punto dejamos de ser cachorros, una vez que somos padres y madres ya jamás dejamos de velar por ellos. Uno puede cambiar de casa, de barrio, de trabajo, de pareja, renunciar a su familia de origen pero, salvo casos excepcionales, jamás renuncia a su descendencia. Quizás, esta cuestión de ser hijos y ser padres, sea sí una cuestión formativa para los niños pero, sobre todo, para los adultos, que en función de ellos accedemos a nuevos umbrales de crecimiento personal.
Quizás, uno de los aspectos que impliquen el desarrollo de una mayor conciencia, sea el que cada vez sea mayor el número de hijos deseados y, a la vez, de padres deseantes. Que esa conciencia sea cada vez mayor ayudará a que se reduzcan la ignorancia y la irresponsabilidad que sigue a aquella en el hecho de generar una nueva vida y hacerse cargo de ella, cuestiones que hoy se pretende hipócritamente hacer creer que interesa resolver por medio de leyes penales aplicadas sobre los mismos de siempre y cuando ya es evidentemente tarde.
Quizás, a este incremento de conciencia, contribuya el que nos hagamos cargo y nos planteemos seriamente, qué clase de educación pretendemos más allá de la que se transmite en la familia. Si una educación memorista y enciclopédica en lo intelectual, desconectada en lo emocional y directamente negada en lo espiritual, o una opción distinta e incluyente de esos aspectos.
            Para terminar, digamos que más allá de ser padres y madres de nuestros hijos físicos o sentimentales, también respecto a toda creación en nuestra vida mantenemos ese vínculo, y se le aplica todo lo que hemos dicho en las líneas precedentes Es interesante plantearnos como generadores de vida más allá de lo que siempre consideramos, y ver así qué parimos como nuestra contribución al mundo. ¿Hacemos de éste un lugar mejor de lo que era antes de nuestra llegada aquí?

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